1. La invención de la agricultura y la ganadería.
Hace unos 10000 años, al final del Pleistoceno superior, se inicia una nueva época motivada por fuertes cambios climáticos que llegaron a acarrear radicales transformaciones en la flora y la fauna del continente europeo. Con la llegada del periodo Holoceno finaliza la última glaciación y el deshielo de Eurasia y Norteamérica da paso a una nueva etapa más calurosa en la que surgen frondosos bosques y una repentina merma de las grandes manadas de herbívoros. La disminución de la caza y el progresivo aumento demográfico de la población humana establecieron las nuevas condiciones de existencia para aquellos grupos humanos que fueran capaces de adaptarse a las nuevas circunstancias. Mientras en Europa la cultura magdaleniense no supo responder al nuevo reto impuesto por la naturaleza, en ciertas zonas de Oriente Próximo algunos grupos humanos supieron incorporar en su dieta alimenticia las diferentes variedades de cereales silvestres que fueron surgiendo con el cambio climático. Con la extensión de las sabanas de gramíneas, la población humana del Creciente Fértil (zona comprendida entre los actuales Israel, Líbano, este de Siria, sudeste de Turquía, norte de Irak y oeste de Irán) pudo abastecerse con la cantidad de alimentos necesarios para el florecimiento de una nueva cultura. Con la invención de la agricultura, cuya actividad permite la obtención de una cantidad de alimento mayor que la caza en la misma extensión de tierra, y la ganadería, como consecuencia de la adopción de un modo de vida sedentario y agrícola, comienza una revolución sin precedentes en las culturas neolíticas. Los primeros clanes que se hicieron sedentarios se instalaron en los valles donde el trigo y la cebada silvestre crecían sin dificultad. Allí, construyeron las primeras casas de adobe formando los primeros asentamientos permanentes, fabricaron hoces con mangos de madera incrustados en cuchillas de pedernal con el fin de realizar la siega de los cereales de una manera eficiente. Conviviendo con las gramíneas pronto empezaron a conocerlas, a protegerlas y a seleccionar las semillas más idóneas con el fin de aumentar el rendimiento de las cosechas. Paralelamente al dominio de las técnicas agrícolas se domesticaron las primeras ovejas y cabras salvajes, dando lugar a un proceso de paulatina transición de la caza a la ganadería.
En este proceso de transición hacia un modo de vida sedentario jugaron las mujeres un papel fundamental. Como afirma Jesús Mosterin, la revolución del neolítico fue “ una revolución de las mujeres”, ya que ellas se encargaron de la obtención de los alimentos vegetales con la consiguiente introducción de las nuevas técnicas agrícolas. Mientras las mujeres innovaban las técnicas agrícolas y ganaderas, los hombres perfeccionaban las técnicas de reparación y construcción de las viviendas de adobe, las cuales se desgastaban fácilmente con las lluvias, así como la fabricación de herramientas y armas líticas pulimentadas. El prestigio alcanzado por las mujeres tuvo fuertes repercusiones sociales, pues gracias a él hizo su aparición una nueva forma de organización familiar: el matriarcado. Con esta nueva forma de organización, incluso los dioses, entendidos como personificaciones de las fuerzas de la naturaleza, fueron concebidos como hembras, como diosas. Así, la tierra como fuente suministradora de alimentos fue concebida como la Diosa-Madre, Annapurna o Diosa de la Abundancia.
La revolución en las formas de vida de los humanos del periodo neolítico trajo consigo un nuevo acervo de habilidades y saberes. Los conocimientos agrícolas que iban adquiriendo alcanzaban los secretos del ciclo reproductor de las plantas, llegaron a conocer cuáles eran las épocas más idóneas para la siembra, la maduración y recolección de las semillas, las técnicas de selección y conservación, la calidad del suelo y el tipo de cuidados que debían aportar a las plantas para una optimización de las cosechas. Es la época en la que se inventan los arados más rudimentarios, consistentes en troncos curvados de madera, acabados en punta con el objetivo de imprimir surcos en la tierra con suficiente profundidad para garantizar un crecimiento eficiente de las plantas. También se empieza a utilizar la tracción animal (bueyes) para tirar del arado. Todos estos progresos técnicos llevaron a un aumento sin precedentes de la producción agrícola. Esto dio lugar a la producción de un considerable excedente de alimentos que permitían no sólo alimentar a la mano de obra agrícola, sino también a las castas sacerdotales, a los artesanos, alfareros, metalistas, etc., que así quedaban liberados del trabajo agrícola y podían dedicarse a sus tareas profesionales.
El desarrollo de la agricultura trajo consigo grandes cambios en la mentalidad de los humanos. Los antiguos cazadores-recolectores, organizados en clanes de no más de treinta individuos no se preocupaban de almacenar grandes cantidades de alimento a largo plazo, simplemente satisfacían sus necesidades alimenticias en cada momento organizando cacerías cuando los víveres empezaban a escasear. Con la introducción de las técnicas agrícolas y el desarrollo de nuevas formas de organización social impulsadas por el fuerte crecimiento demográfico, los humanos del neolítico tenían que ser capaces de mirar al futuro y almacenar las semillas para plantarlas al año siguiente con el fin de asegurarse un abastecimiento alimenticio sostenido. Tuvieron que aprender a calcular el tiempo, a planificar las cosechas, a distribuir las labores agrícolas en el tiempo: roturación de nuevas tierras, limpieza del terreno, preparación y aireación de la tierra con el establecimiento de unos períodos de arada, escarda, siembra, calendario de riegos, y finalmente, recolección de las cosechas.
La agricultura impulsó a los humanos del período neolítico a preocuparse por la exactitud en el cómputo del tiempo y, consecuentemente, a la observación astronómica con el fin de establecer correlaciones entre la aparición de las constelaciones en el horizonte del cielo nocturno y la altura del sol en las diferentes épocas del año con las temporadas de la preparación del suelo, de la siembra y de la cosecha. Los babilonios llegaron a ser grandes observadores de los cielos, según muestran los numerosos registros astronómicos encontrados en las recientes excavaciones arqueológicas. Las mediciones del tiempo las basaban en el mes lunar, añadiendo de vez en cuando meses extra para mantener su calendario sincronizado con las festividades agrícolas estacionales. Más tarde, hacia el año 2000 a.C., el año babilonio ya constaba de trescientos sesenta días, dividido en doce meses de treinta días cada uno. El mes se dividía en semanas, y los días fueron bautizados por el sol, la luna y los cinco planetas conocidos. Los babilonios fueron los responsables de la división del día en doce horas dobles, y la hora en minutos y segundos sexagesimales. Además, establecieron la división del cinturón ecuatorial en las doce constelaciones del zodiaco correspondientes a los doce meses del año. Hacia el año 1000 a.C. las observaciones de los habitantes de Mesopotamia se hicieron más precisas, constataron la retrogradación que experimenta el planeta Venus cada quinientos ochenta y cuatro días, y fueron capaces de calcular los periodos de las revoluciones planetarias, así como de realizar predicciones bastante buenas de los eclipses lunares y de otros acontecimientos astronómicos.
2. La invención de la alfarería, la metalurgia y el desarrollo de un incipiente comercio en las culturas neolíticas.
Mientras los humanos fueron cazadores-recolectores ambulantes no tuvieron necesidad de construir recipientes para almacenar alimentos, pues su actividad itinerante no les permitía cargar y transportar grandes pesos. Al adoptar una forma de vida sedentaria los humanos del neolítico fueron compelidos a almacenar el excedente agrario en temporadas de gran abundancia con el fin de mantener unas reservas alimenticias con las que abastecerse en épocas de escasez. A partir del año 6000 a.c. aproximadamente se modelaban vasijas y grandes tinajas de arcilla para almacenar el grano, el agua, la cerveza, etc. Pronto empezaron a ver las grandes utilidades que se desprendían del arte de modelar la arcilla: jarras y ánforas para almacenar agua, pucheros para cocinar, platos para comer, copas y vasos para beber, etc. Si bien, al principio las vasijas se modelaban a mano, muy pronto, el desarrollo de estas técnicas dieron paso a la invención del torno de alfarero, una rueda movida por un pedal que dejaba las manos libres para modelar la arcilla mientras ésta giraba de forma continuada. La cerámica se extendió rápidamente por el Creciente Fértil hasta llegar a Grecia, Egipto y China, lugares donde la alfarería alcanzó altas cotas de especialización.
Otra técnica que se desarrolló en esta época fue la metalurgia del cobre. Al principio, el hombre del neolítico moldeaba el cobre puro mediante un proceso de forja en frío. Esta técnica consistía en amartillar repetidamente el cobre hasta conseguir la forma deseada. Más tarde descubrieron que calentando el cobre mediante un proceso de temple se dejaba moldear con mayor facilidad al tiempo que mejoraban sus propiedades. Hacia el año 4000 a.c. ya se había descubierto el proceso de fundición de los minerales de cobre para obtener mayor cantidad de materia prima para la fabricación de herramientas, vajillas, copas, lanzas, espadas, escudos, etc. El incipiente comercio derivado de la metalurgia del cobre creó las condiciones para el perfeccionamiento de las técnicas de fundición del metal. Se construyeron hornos especiales, quemando carbón vegetal, fundiendo el cobre en crisoles cerámicos y vertiendo el cobre fundido en moldes, primero en piedra y más tarde en arcilla, con lo que podían fabricar gran cantidad de objetos de cobre. Pronto empezaron a experimentar con distintas aleaciones, sobre todo con el estaño y el antimonio, dando lugar a la Edad del Bronce. El descubrimiento del bronce, a partir de una aleación de cobre y estaño, permitió la fabricación de herramientas más duras e implementos más eficaces, así como espadas y lanzas más mortíferas.
Hace unos 10000 años, al final del Pleistoceno superior, se inicia una nueva época motivada por fuertes cambios climáticos que llegaron a acarrear radicales transformaciones en la flora y la fauna del continente europeo. Con la llegada del periodo Holoceno finaliza la última glaciación y el deshielo de Eurasia y Norteamérica da paso a una nueva etapa más calurosa en la que surgen frondosos bosques y una repentina merma de las grandes manadas de herbívoros. La disminución de la caza y el progresivo aumento demográfico de la población humana establecieron las nuevas condiciones de existencia para aquellos grupos humanos que fueran capaces de adaptarse a las nuevas circunstancias. Mientras en Europa la cultura magdaleniense no supo responder al nuevo reto impuesto por la naturaleza, en ciertas zonas de Oriente Próximo algunos grupos humanos supieron incorporar en su dieta alimenticia las diferentes variedades de cereales silvestres que fueron surgiendo con el cambio climático. Con la extensión de las sabanas de gramíneas, la población humana del Creciente Fértil (zona comprendida entre los actuales Israel, Líbano, este de Siria, sudeste de Turquía, norte de Irak y oeste de Irán) pudo abastecerse con la cantidad de alimentos necesarios para el florecimiento de una nueva cultura. Con la invención de la agricultura, cuya actividad permite la obtención de una cantidad de alimento mayor que la caza en la misma extensión de tierra, y la ganadería, como consecuencia de la adopción de un modo de vida sedentario y agrícola, comienza una revolución sin precedentes en las culturas neolíticas. Los primeros clanes que se hicieron sedentarios se instalaron en los valles donde el trigo y la cebada silvestre crecían sin dificultad. Allí, construyeron las primeras casas de adobe formando los primeros asentamientos permanentes, fabricaron hoces con mangos de madera incrustados en cuchillas de pedernal con el fin de realizar la siega de los cereales de una manera eficiente. Conviviendo con las gramíneas pronto empezaron a conocerlas, a protegerlas y a seleccionar las semillas más idóneas con el fin de aumentar el rendimiento de las cosechas. Paralelamente al dominio de las técnicas agrícolas se domesticaron las primeras ovejas y cabras salvajes, dando lugar a un proceso de paulatina transición de la caza a la ganadería.
En este proceso de transición hacia un modo de vida sedentario jugaron las mujeres un papel fundamental. Como afirma Jesús Mosterin, la revolución del neolítico fue “ una revolución de las mujeres”, ya que ellas se encargaron de la obtención de los alimentos vegetales con la consiguiente introducción de las nuevas técnicas agrícolas. Mientras las mujeres innovaban las técnicas agrícolas y ganaderas, los hombres perfeccionaban las técnicas de reparación y construcción de las viviendas de adobe, las cuales se desgastaban fácilmente con las lluvias, así como la fabricación de herramientas y armas líticas pulimentadas. El prestigio alcanzado por las mujeres tuvo fuertes repercusiones sociales, pues gracias a él hizo su aparición una nueva forma de organización familiar: el matriarcado. Con esta nueva forma de organización, incluso los dioses, entendidos como personificaciones de las fuerzas de la naturaleza, fueron concebidos como hembras, como diosas. Así, la tierra como fuente suministradora de alimentos fue concebida como la Diosa-Madre, Annapurna o Diosa de la Abundancia.
La revolución en las formas de vida de los humanos del periodo neolítico trajo consigo un nuevo acervo de habilidades y saberes. Los conocimientos agrícolas que iban adquiriendo alcanzaban los secretos del ciclo reproductor de las plantas, llegaron a conocer cuáles eran las épocas más idóneas para la siembra, la maduración y recolección de las semillas, las técnicas de selección y conservación, la calidad del suelo y el tipo de cuidados que debían aportar a las plantas para una optimización de las cosechas. Es la época en la que se inventan los arados más rudimentarios, consistentes en troncos curvados de madera, acabados en punta con el objetivo de imprimir surcos en la tierra con suficiente profundidad para garantizar un crecimiento eficiente de las plantas. También se empieza a utilizar la tracción animal (bueyes) para tirar del arado. Todos estos progresos técnicos llevaron a un aumento sin precedentes de la producción agrícola. Esto dio lugar a la producción de un considerable excedente de alimentos que permitían no sólo alimentar a la mano de obra agrícola, sino también a las castas sacerdotales, a los artesanos, alfareros, metalistas, etc., que así quedaban liberados del trabajo agrícola y podían dedicarse a sus tareas profesionales.
El desarrollo de la agricultura trajo consigo grandes cambios en la mentalidad de los humanos. Los antiguos cazadores-recolectores, organizados en clanes de no más de treinta individuos no se preocupaban de almacenar grandes cantidades de alimento a largo plazo, simplemente satisfacían sus necesidades alimenticias en cada momento organizando cacerías cuando los víveres empezaban a escasear. Con la introducción de las técnicas agrícolas y el desarrollo de nuevas formas de organización social impulsadas por el fuerte crecimiento demográfico, los humanos del neolítico tenían que ser capaces de mirar al futuro y almacenar las semillas para plantarlas al año siguiente con el fin de asegurarse un abastecimiento alimenticio sostenido. Tuvieron que aprender a calcular el tiempo, a planificar las cosechas, a distribuir las labores agrícolas en el tiempo: roturación de nuevas tierras, limpieza del terreno, preparación y aireación de la tierra con el establecimiento de unos períodos de arada, escarda, siembra, calendario de riegos, y finalmente, recolección de las cosechas.
La agricultura impulsó a los humanos del período neolítico a preocuparse por la exactitud en el cómputo del tiempo y, consecuentemente, a la observación astronómica con el fin de establecer correlaciones entre la aparición de las constelaciones en el horizonte del cielo nocturno y la altura del sol en las diferentes épocas del año con las temporadas de la preparación del suelo, de la siembra y de la cosecha. Los babilonios llegaron a ser grandes observadores de los cielos, según muestran los numerosos registros astronómicos encontrados en las recientes excavaciones arqueológicas. Las mediciones del tiempo las basaban en el mes lunar, añadiendo de vez en cuando meses extra para mantener su calendario sincronizado con las festividades agrícolas estacionales. Más tarde, hacia el año 2000 a.C., el año babilonio ya constaba de trescientos sesenta días, dividido en doce meses de treinta días cada uno. El mes se dividía en semanas, y los días fueron bautizados por el sol, la luna y los cinco planetas conocidos. Los babilonios fueron los responsables de la división del día en doce horas dobles, y la hora en minutos y segundos sexagesimales. Además, establecieron la división del cinturón ecuatorial en las doce constelaciones del zodiaco correspondientes a los doce meses del año. Hacia el año 1000 a.C. las observaciones de los habitantes de Mesopotamia se hicieron más precisas, constataron la retrogradación que experimenta el planeta Venus cada quinientos ochenta y cuatro días, y fueron capaces de calcular los periodos de las revoluciones planetarias, así como de realizar predicciones bastante buenas de los eclipses lunares y de otros acontecimientos astronómicos.
2. La invención de la alfarería, la metalurgia y el desarrollo de un incipiente comercio en las culturas neolíticas.
Mientras los humanos fueron cazadores-recolectores ambulantes no tuvieron necesidad de construir recipientes para almacenar alimentos, pues su actividad itinerante no les permitía cargar y transportar grandes pesos. Al adoptar una forma de vida sedentaria los humanos del neolítico fueron compelidos a almacenar el excedente agrario en temporadas de gran abundancia con el fin de mantener unas reservas alimenticias con las que abastecerse en épocas de escasez. A partir del año 6000 a.c. aproximadamente se modelaban vasijas y grandes tinajas de arcilla para almacenar el grano, el agua, la cerveza, etc. Pronto empezaron a ver las grandes utilidades que se desprendían del arte de modelar la arcilla: jarras y ánforas para almacenar agua, pucheros para cocinar, platos para comer, copas y vasos para beber, etc. Si bien, al principio las vasijas se modelaban a mano, muy pronto, el desarrollo de estas técnicas dieron paso a la invención del torno de alfarero, una rueda movida por un pedal que dejaba las manos libres para modelar la arcilla mientras ésta giraba de forma continuada. La cerámica se extendió rápidamente por el Creciente Fértil hasta llegar a Grecia, Egipto y China, lugares donde la alfarería alcanzó altas cotas de especialización.
Otra técnica que se desarrolló en esta época fue la metalurgia del cobre. Al principio, el hombre del neolítico moldeaba el cobre puro mediante un proceso de forja en frío. Esta técnica consistía en amartillar repetidamente el cobre hasta conseguir la forma deseada. Más tarde descubrieron que calentando el cobre mediante un proceso de temple se dejaba moldear con mayor facilidad al tiempo que mejoraban sus propiedades. Hacia el año 4000 a.c. ya se había descubierto el proceso de fundición de los minerales de cobre para obtener mayor cantidad de materia prima para la fabricación de herramientas, vajillas, copas, lanzas, espadas, escudos, etc. El incipiente comercio derivado de la metalurgia del cobre creó las condiciones para el perfeccionamiento de las técnicas de fundición del metal. Se construyeron hornos especiales, quemando carbón vegetal, fundiendo el cobre en crisoles cerámicos y vertiendo el cobre fundido en moldes, primero en piedra y más tarde en arcilla, con lo que podían fabricar gran cantidad de objetos de cobre. Pronto empezaron a experimentar con distintas aleaciones, sobre todo con el estaño y el antimonio, dando lugar a la Edad del Bronce. El descubrimiento del bronce, a partir de una aleación de cobre y estaño, permitió la fabricación de herramientas más duras e implementos más eficaces, así como espadas y lanzas más mortíferas.
La fundición y el modelado del cobre, inventados en el Creciente Fértil hacia el año 4000 a.c. llegó hacia la cuenca del Indo hacia el 3500 a.c. y a Egipto y a las islas del mar Egeo hacia el 3000 a.c. Los objetos de cobre junto a las vasijas cerámicas fueron intercambiándose a través de una primitiva red comercial por toda Mesopotamia, Anatolia, Irán, Afganistán, Egipto y el mar Egeo; junto a ellas se transmitían las ideas y los inventos, contribuyendo decisivamente a la difusión del progreso técnico por el mundo conocido. La expansión del comercio se vio fortalecida con la invención de otros dispositivos técnicos dirigidos a la facilitación de los transportes. El transporte por tierra experimentó un gran avance, hacia el año 3000 a.c., con la invención de la rueda y el carro tirado por bueyes. El transporte por mar también experimentó un gran avance con la introducción de la vela en los barcos y canoas, los cuales hasta entonces eran movidos por la fuerza humana mediante grandes remos.
3. El pensamiento religioso en las culturas neolíticas
El modo de vida del hombre neolítico era sedentario. Su vida giraba en torno a las faenas agrícolas y su preocupación por las fuerzas de la naturaleza era constante, pues de ellas dependía, en última instancia, la obtención de una buena cosecha o, por el contrario, si no eran favorables, suponían la ruina de todos sus esfuerzos. Las fuerzas de la naturaleza se presentaban, irreductiblemente, como potencias incomprensibles e imprevisibles. Tan perjudiciales eran las fuertes sequías producidas en épocas calurosas como las lluvias torrenciales o las plagas que con frecuencia asolaban a los cereales. Todas estas anomalías podían dar al traste con las cosechas y, finalmente, el esfuerzo de todo un año podía terminar en hambre y desesperación. La inquietud y ansiedad que las imprevisibles fuerzas de la naturaleza suscitaban en los humanos del neolítico encontraban un alivio en las explicaciones que los mitos atribuían a los procesos naturales. Los dioses, a través de los relatos míticos, satisfacían las necesidades de comprensión racional de los mecanismos que operaban en las fuerzas de la naturaleza: dotaban al mundo de orden para hacerle entendible, predecible y, en última instancia, dominable. El pensamiento animista de los humanos del neolítico concebía el universo entero plagado de espíritus. Todo ente poseía un espíritu o una fuerza espiritual con voluntad propia, que podía ser buena o mala, grande o pequeña, favorable o desfavorable. Los grandes espíritus se correspondían con las grandes potencias de la naturaleza, las cuales se consideraban divinas y, en consecuencia, de ellas dependía el curso de los acontecimientos.
En las culturas mesopotámicas más arcaicas el más grande de los dioses es Anu , el cielo majestuoso, la bóveda azul que todo lo cubre, la personificación de la majestad y la autoridad. Por debajo de él, la fuerza de mayor potencia es la tormenta que con sus poderosos rayos, sus fuertes truenos, sus huracanados vientos y sus repentinas lluvias hacían temblar al más valiente de los mortales. La fuerza de la tormenta es el dios Enlil, personificación de la fuerza y la violencia.
La agricultura y la ganadería trajeron consigo un aumento del interés por la fertilidad de la tierra y el ganado y, sobre todo, la manera de incrementarla. Este interés empezó a manifestarse en el culto a la diosa Madre-Tierra y en los ritos de fertilidad. La fertilidad pasiva de la tierra es la diosa Ninhursana. La fertilidad activa de las aguas es la diosa Enki, personificación de la creatividad y la inteligencia. Durante el cuarto milenio a.c. la gran preocupación de las sociedades mesopotámicas eran las actividades agrícolas y ganaderas de las que dependían su subsistencia. De ahí que intuyeran dioses de la agricultura, de la ganadería, de los cereales, de las ovejas, de los dátiles, de los almacenes de grano, etc. que cuajaron en una serie de mitos, cantos y ritos en torno a Dumuzi, dios de la fertilidad y su novia Innana, diosa del almacén comunal donde se almacenaba el grano, los dátiles, etc. Dumuzi es el típico dios mortal de la vegetación primaveral que muere en verano cuando se secan las plantas, es enterrado en otoño con la siembra del cereal y resucita en la primavera cuando crece la vegetación. Así, el ciclo de Dumuzi personifica el ciclo de la vida: nacimiento, crecimiento, agostamiento, muerte y renacimiento.
El ciclo de Dumuzi e Innana generó en distintos lugares mitos diferentes e incompatibles entre sí para explicar una infinidad de fenómenos y aspectos del devenir cósmico que a primera vista parecían incomprensibles
A partir del tercer milenio a.c. la gran acumulación de riqueza derivada de la exitosa explotación agrícola y del esplendoroso progreso técnico que acompañó a la revolución urbana dio lugar a una nueva organización política de las ciudades para poder defenderse de las bandas de saqueadores que veían en los actos de pillaje un modo de subsistencia. Así hicieron su aparición las primeras ciudades-Estado amuralladas, con ejército propio profesional dirigido por un rey. Ahora, la preocupación por la guerra y la defensa se reflejaba en los nuevos mitos. Los dioses pasaron a ser concebidos como reyes y, más tarde, el carácter monárquico de los dioses fue utilizado para justificar y explicar la monarquía. Los dioses, en tanto que encarnaban a las fuerzas cósmicas de la naturaleza, fueron adquiriendo cierta posición en una asamblea jerarquizada que reflejaba el nuevo orden político de la ciudad-Estado. Estas voluntades divinas a veces chocaban entre sí, rompiendo el equilibrio cósmico y produciendo catástrofes naturales y sociales. El orden cósmico sólo se recuperaba gracias a la voluntad de negociación y entendimiento en la asamblea de los dioses. La asamblea de los dioses se reunía en la ciudad de Nippur con el fin de discutir y deliberar sobre el curso de los acontecimientos. Las decisiones adoptadas eran inexorables e irrevocables y su ejecución constituía el destino de los mortales. Sin embargo, aunque participaban todos los dioses en la asamblea, no todos gozaban de igual influencia. Los dioses más poderosos tenían la última palabra. Anu, dios del cielo, el más importante y prestigioso de todos presidía la asamblea, el segundo más influyente era Enlil, dios de la fuerza, que ejecutaba las decisiones adoptadas. Les seguían Enki, dios de la sabiduría, Samas, dios sol que representaba a la justicia.
En las ciudades-Estado mesopotámicas los ciudadanos no eran personas libres, eran esclavos de los dioses, vivían y trabajaban para servirles. El templo era la mansión del dios, cada dios tenía su templo con su séquito de sacerdotes dedicados a cuidar de él. El dios comía, dormía, se vestía y exigía de los humanos una serie de cuidados que tenían que ser satisfechos para obtener una buena providencia. El sentido de su existencia era ser útiles a los dioses, pues de ellos dependía su destino. Los dioses eran las grandes fuerzas cósmicas de las que dependían sus vidas, sus fortunas, sus achaques y desventuras. A cambio de sus cuidados, los humanos recibían protección frente a todo tipo de desgracias y calamidades. En última instancia, el pensamiento arcaico de las culturas mesopotámicas concebía el desarrollo de los acontecimientos cósmicos como el resultado del conflicto entre los dioses, sólo manteniéndoles contentos y satisfechos podían los humanos, desde su frágil posición, tratar de esquivar sus efectos.
3. El pensamiento religioso en las culturas neolíticas
El modo de vida del hombre neolítico era sedentario. Su vida giraba en torno a las faenas agrícolas y su preocupación por las fuerzas de la naturaleza era constante, pues de ellas dependía, en última instancia, la obtención de una buena cosecha o, por el contrario, si no eran favorables, suponían la ruina de todos sus esfuerzos. Las fuerzas de la naturaleza se presentaban, irreductiblemente, como potencias incomprensibles e imprevisibles. Tan perjudiciales eran las fuertes sequías producidas en épocas calurosas como las lluvias torrenciales o las plagas que con frecuencia asolaban a los cereales. Todas estas anomalías podían dar al traste con las cosechas y, finalmente, el esfuerzo de todo un año podía terminar en hambre y desesperación. La inquietud y ansiedad que las imprevisibles fuerzas de la naturaleza suscitaban en los humanos del neolítico encontraban un alivio en las explicaciones que los mitos atribuían a los procesos naturales. Los dioses, a través de los relatos míticos, satisfacían las necesidades de comprensión racional de los mecanismos que operaban en las fuerzas de la naturaleza: dotaban al mundo de orden para hacerle entendible, predecible y, en última instancia, dominable. El pensamiento animista de los humanos del neolítico concebía el universo entero plagado de espíritus. Todo ente poseía un espíritu o una fuerza espiritual con voluntad propia, que podía ser buena o mala, grande o pequeña, favorable o desfavorable. Los grandes espíritus se correspondían con las grandes potencias de la naturaleza, las cuales se consideraban divinas y, en consecuencia, de ellas dependía el curso de los acontecimientos.
En las culturas mesopotámicas más arcaicas el más grande de los dioses es Anu , el cielo majestuoso, la bóveda azul que todo lo cubre, la personificación de la majestad y la autoridad. Por debajo de él, la fuerza de mayor potencia es la tormenta que con sus poderosos rayos, sus fuertes truenos, sus huracanados vientos y sus repentinas lluvias hacían temblar al más valiente de los mortales. La fuerza de la tormenta es el dios Enlil, personificación de la fuerza y la violencia.
La agricultura y la ganadería trajeron consigo un aumento del interés por la fertilidad de la tierra y el ganado y, sobre todo, la manera de incrementarla. Este interés empezó a manifestarse en el culto a la diosa Madre-Tierra y en los ritos de fertilidad. La fertilidad pasiva de la tierra es la diosa Ninhursana. La fertilidad activa de las aguas es la diosa Enki, personificación de la creatividad y la inteligencia. Durante el cuarto milenio a.c. la gran preocupación de las sociedades mesopotámicas eran las actividades agrícolas y ganaderas de las que dependían su subsistencia. De ahí que intuyeran dioses de la agricultura, de la ganadería, de los cereales, de las ovejas, de los dátiles, de los almacenes de grano, etc. que cuajaron en una serie de mitos, cantos y ritos en torno a Dumuzi, dios de la fertilidad y su novia Innana, diosa del almacén comunal donde se almacenaba el grano, los dátiles, etc. Dumuzi es el típico dios mortal de la vegetación primaveral que muere en verano cuando se secan las plantas, es enterrado en otoño con la siembra del cereal y resucita en la primavera cuando crece la vegetación. Así, el ciclo de Dumuzi personifica el ciclo de la vida: nacimiento, crecimiento, agostamiento, muerte y renacimiento.
El ciclo de Dumuzi e Innana generó en distintos lugares mitos diferentes e incompatibles entre sí para explicar una infinidad de fenómenos y aspectos del devenir cósmico que a primera vista parecían incomprensibles
A partir del tercer milenio a.c. la gran acumulación de riqueza derivada de la exitosa explotación agrícola y del esplendoroso progreso técnico que acompañó a la revolución urbana dio lugar a una nueva organización política de las ciudades para poder defenderse de las bandas de saqueadores que veían en los actos de pillaje un modo de subsistencia. Así hicieron su aparición las primeras ciudades-Estado amuralladas, con ejército propio profesional dirigido por un rey. Ahora, la preocupación por la guerra y la defensa se reflejaba en los nuevos mitos. Los dioses pasaron a ser concebidos como reyes y, más tarde, el carácter monárquico de los dioses fue utilizado para justificar y explicar la monarquía. Los dioses, en tanto que encarnaban a las fuerzas cósmicas de la naturaleza, fueron adquiriendo cierta posición en una asamblea jerarquizada que reflejaba el nuevo orden político de la ciudad-Estado. Estas voluntades divinas a veces chocaban entre sí, rompiendo el equilibrio cósmico y produciendo catástrofes naturales y sociales. El orden cósmico sólo se recuperaba gracias a la voluntad de negociación y entendimiento en la asamblea de los dioses. La asamblea de los dioses se reunía en la ciudad de Nippur con el fin de discutir y deliberar sobre el curso de los acontecimientos. Las decisiones adoptadas eran inexorables e irrevocables y su ejecución constituía el destino de los mortales. Sin embargo, aunque participaban todos los dioses en la asamblea, no todos gozaban de igual influencia. Los dioses más poderosos tenían la última palabra. Anu, dios del cielo, el más importante y prestigioso de todos presidía la asamblea, el segundo más influyente era Enlil, dios de la fuerza, que ejecutaba las decisiones adoptadas. Les seguían Enki, dios de la sabiduría, Samas, dios sol que representaba a la justicia.
En las ciudades-Estado mesopotámicas los ciudadanos no eran personas libres, eran esclavos de los dioses, vivían y trabajaban para servirles. El templo era la mansión del dios, cada dios tenía su templo con su séquito de sacerdotes dedicados a cuidar de él. El dios comía, dormía, se vestía y exigía de los humanos una serie de cuidados que tenían que ser satisfechos para obtener una buena providencia. El sentido de su existencia era ser útiles a los dioses, pues de ellos dependía su destino. Los dioses eran las grandes fuerzas cósmicas de las que dependían sus vidas, sus fortunas, sus achaques y desventuras. A cambio de sus cuidados, los humanos recibían protección frente a todo tipo de desgracias y calamidades. En última instancia, el pensamiento arcaico de las culturas mesopotámicas concebía el desarrollo de los acontecimientos cósmicos como el resultado del conflicto entre los dioses, sólo manteniéndoles contentos y satisfechos podían los humanos, desde su frágil posición, tratar de esquivar sus efectos.
Lecturas recomendadas:
- J. MOSTERIN: Historia de la Filosofía. Vol. 1
- S. MASON: Historia de las Ciencias. Vol 1.
- T.K. DERRY, T.I. WILLIAMS: Historia de la Tecnología. Vol. 1
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- T.K. DERRY, T.I. WILLIAMS: Historia de la Tecnología. Vol. 1