Hablar de ética de la tecnociencia y de la tecnología en el siglo XXI adquiere su sentido más profundo, en una época donde ambas disciplinas se han convertido en factores decisivos, no sólo en la solución de muchas limitaciones humanas, sino también en la adquisición de nuevas responsabilidades frente al surgimiento de nuevas problemáticas. Si bien los avances tecnológicos han aumentado el grado de bienestar y la calidad de vida en las sociedades occidentales y en los países en vías de desarrollo, simultáneamente, han dado origen a nuevos problemas, cuyas influencias se hacen notar a escala planetaria. La combustión de los materiales fósiles utilizados como fuente de energía, cuyas emisiones de dióxido de carbono están dado lugar a un progresivo calentamiento global del planeta, de consecuencias imprevisibles, está poniendo en jaque la conservación de nuestra biosfera y la de las generaciones venideras. La explotación de la energía nuclear viene generando, desde sus inicios, una basura radiactiva cuya actividad perdurará a lo largo de miles de años, periodo en el cual, el control de los residuos y las consecuencias derivadas por potenciales anomalías en el proceso serán transferidos de generación en generación; una herencia peligrosa, cuyos riesgos tendrán que ser asumidos por futuras personas que no han podido disfrutar los beneficios de esta polémica forma de energía , pues las previsiones más optimistas apuntan hacia un agotamiento total de las reservas de uranio a finales del siglo XXI.
La actual actividad industrial de los países avanzados no sólo afecta a sus ciudadanos más directos, el carácter global de los procesos ambientales hace que cualquier tipo de contaminación tenga incidencias sobre la población mundial y las generaciones futuras. Ante el surgimiento de estas problemáticas, científicos, ingenieros, tecnólogos y la sociedad en su conjunto debemos adquirir el compromiso de ofrecer una actividad tecnológica en sintonía con un desarrollo económico y social sostenible que permita hacer frente a las necesidades del presente sin poner en peligro la capacidad de satisfacer las necesidades de las futuras generaciones. Si la Revolución Industrial basó su despliegue en la explotación de combustibles fósiles, se impone ahora la necesidad urgente de reemplazarlos por fuentes alternativas de energías renovables.
Éstas y otras cuestiones relacionadas con la investigación tecnocientífica y la utilización de sus consecuentes tecnologías, tales como las repercusiones de los avances en biotecnología, el desciframiento del genoma humano, los desarrollos de la electrónica, la informática y la realidad virtual con la consecuente cibernetización de la vida social, etc. hacen necesario el surgimiento, por parte de todos los agentes implicados y la sociedad en general, de un proceso de reflexión ética acerca de la investigación tecnocientífica y el uso de sus tecnologías derivadas.
Las disquisiciones filosóficas sobre la ética de la ciencia, la técnica y la tecnología del siglo XX se han caracterizado por el establecimiento de unos discursos acerca de unas éticas de la ciencia y de la tecnología separadas por fronteras infranqueables. Así, Carl Mitcham ha considerado la existencia de una ética para la ciencia, moralmente neutra, y otra para la tecnología, impregnada en su totalidad de valores morales. Esta separación entre ellas viene siendo heredera de la diferencia aristotélica entre la epistéme, que aludía a la actitud teórica y contemplativa del mundo, y la téchne como actitud productiva del mundo material. Sin embargo, en el siglo pasado, el progreso científico y el desarrollo técnico han integrado ambas actitudes dentro del mismo proceso de investigación. En el momento en que la tecnicidad de la verificación experimental se desvela necesaria para el desarrollo de una teoría científica y, a la vez, la propia teoría exterioriza sus influencias en la elección de las estrategias técnicas más idóneas para el proceso experimental, a partir de ese instante, la técnica y la ciencia, inexorablemente, se funden formando una unidad inseparable; por consiguiente, una no puede existir sin la otra. Los debates llevados a cabo en la década de los ochenta han resaltado la imposibilidad de concebir la ciencia y la técnica en dominios diferentes. Así pues, la técnica y la tecnología han invadido la actividad científica dando lugar al fenómeno indivisible de la tecnociencia.
Desde diferentes enfoques, los filósofos de la ciencia y de la tecnología han indagado sobre la necesidad de dotar de una ética a la actividad tecnocientífica, bien sea a través de la incorporación de valores por medio de una deontología interna de la actividad científica, como propone Robert Merton, o bien estableciendo el principio de la autolimitación humana sobre el conocimiento científico y sobre la utilización de tecnologías hipotéticamente nocivas, como proponen Hans Jonas, Larry Laudan y otros filósofos.
Ahora bien, podemos clasificar las posturas tradicionales de la filosofía de la tecnología en dos vertientes: las posiciones pesimistas, por un lado, que preconizan el determinismo y la autonomización de la tecnología y las posiciones antifatalistas, por otro lado, que confían en la capacidad humana para tomar las riendas sobre el control de la tecnología. Dentro de las posiciones fatalistas se posicionan Martin Heidegger, Jacques Ellul, Freyer y Schelsky, entre otros. Heidegger ve en el desarrollo tecnológico el extravío del deber-ser del hombre desde que éste se ha arrojado al mundo artificial de la potencia tecnológica. Para Heidegger, la sociedad estaría, ineluctablemente, sometida por la manipulación tecnocrática. Ellul, por su parte, entiende que las leyes técnicas ordenan y orientan la economía condicionando la vida humana de tal manera que el sistema técnico llega a engullir a la sociedad y a determinarla de forma inexorable, dejando a los individuos fuera de todo poder; frente a la libertad humana, por tanto, la tecnología se impondría como un imperativo categórico sin ningún tipo de restricción. Y por último, Freyer y Schelsky reconocen la autonomización de la técnica como una realidad ineluctable. De un proceso de investigación científica y realizaciones técnicas que obedecen a leyes inmanentes, resultan, sin planificación alguna, los nuevos métodos de forma automática, sin haber tenido en cuenta mediante una acción racional los fines que permitirían su utilización. Esta ausencia de planificación de los fines que pudieran permitir la utilización de los nuevos métodos técnicos imponen su propio aprovechamiento práctico. Según Schelsky, las normas y leyes políticas se ven sustituidas por coacciones dimanantes del poder científico-técnico, de tal manera que ya no pueden ser concebidas como decisiones políticas, ni como normas dictadas por la conciencia, ni surgidas de una determinada cosmovisión. Con ello, la democracia pierde su sustancia y la voluntad popular política se ve reemplazada por las coacciones de las cosas mismas, a las que el mismo hombre produce como ciencia y técnica.
Frente a estas posturas fatalistas, se encuentran los filósofos optimistas que confían en que el ser humano tome las riendas de su destino y sea capaz de dirigir el desarrollo tecnológico por los senderos de la vida. Desde esta nueva forma de pensamiento, los filósofos Jean-Jacques Salomón, Iván Illich y Hans Jonas, entre otros, apuestan por la naturaleza humana y por su capacidad crítica para sobreponerse a los dictados de la megamáquina creada por la alianza de los sistemas tecnocientífico, tecnológico, político, económico y social. Así pues, estos filósofos consideran que la tecnología, si bien, presta servicios inestimables al hombre, ésta debería estar sujeta a los dictados de la humanidad. Sin poner límites a la sabiduría de la ciencia, Salomón propone la incorporación de normas morales en la actividad de los agentes sociales con el fin de controlar las instituciones que intervienen en el desarrollo técnico. No existen, por tanto, los destinos tecnológicos sino los destinos humanos. Iván Illich, por su parte, considera imprescindible el establecimiento de “criterios negativos apriorísticos” para el diseño y la construcción de los artefactos tecnológicos con el fin de mejorar el bienestar humano inmediato sin poner en jaque la convivencialidad futura y la conservación de la biosfera. Estos criterios funcionarían como límites morales de la conducta humana en el diseño y desarrollo de las tecnologías. Por último, Hans Jonas entiende que la técnica se ha convertido en un foco de poder cuyas consecuencias están poniendo en peligro la futura conservación del planeta y la propia identidad humana como especie. De acuerdo con este poder, el hombre pasa a ser el máximo responsable del futuro de sí mismo y de la naturaleza, y en consecuencia, necesita, urgentemente, desplegar una moral de la conservación de la naturaleza y de la humanidad. Hans Jonas, en su obra El Principio de responsabilidad propone una ética para la civilización de la era tecnológica basada en una acción técnica responsable que sea capaz de observar el principio de precaución en los desarrollos tecnocientíficos, poniendo límites, no al saber hacer, sino al poder hacer, en aras de salvaguardar el futuro de las civilizaciones. Jonas alerta de la necesidad de establecer un imperativo de responsabilidad en la tecnociencia que emularía el imperativo categórico kantiano: 1) actúa de manera tal que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana genuina; 2) actúa de manera tal que los efectos de tu acción no destruyan las posibilidades futuras de esa vida; 3) no pongas en peligro las condiciones necesarias para mantener una permanencia indefinida de la humanidad sobre la Tierra; 4) entre todas las opciones de acción presentes incluye la futura plenitud del hombre entre los objetivos de la voluntad. Así pues, con el principio de responsabilidad Hans Jonas aplica una deontología al quehacer tecnológico basada, no en las consecuencias causadas por los actos ya realizados, sino en una responsabilidad sobre los potenciales actos futuros.
Por tanto, en mi opinión, más allá del determinismo tecnológico propuesto por las posturas fatalistas de Heidegger, Ellul, Freyer y Schelsky, y sobre todo, por las posturas de los economistas que sostienen que la base tecnológica es el motor de las empresas y el soporte de la economía global y pretenden justificar la moralidad de la actividad tecnológica sin límites; debemos considerar y tener en cuenta, a la hora de establecer una propuesta ética racional sobre la tecnología, las posturas críticas al determinismo tecnológico que denuncian la llamada "brecha tecnológica" originada entre países ricos y países pobres, y que ha sido uno de los factores determinantes en la perpetuación de la pobreza en el tercer mundo. Desde esta perspectiva esperanzadora, el hombre nuevo del siglo XXI se enfrenta al reto de recuperar la capacidad crítica perdida para examinar en detalle los desarrollos tecnocientíficos y sacar a la humanidad del estado actual de colonización que ha impuesto el sistema tecnológico.
Éstas y otras cuestiones relacionadas con la investigación tecnocientífica y la utilización de sus consecuentes tecnologías, tales como las repercusiones de los avances en biotecnología, el desciframiento del genoma humano, los desarrollos de la electrónica, la informática y la realidad virtual con la consecuente cibernetización de la vida social, etc. hacen necesario el surgimiento, por parte de todos los agentes implicados y la sociedad en general, de un proceso de reflexión ética acerca de la investigación tecnocientífica y el uso de sus tecnologías derivadas.
Las disquisiciones filosóficas sobre la ética de la ciencia, la técnica y la tecnología del siglo XX se han caracterizado por el establecimiento de unos discursos acerca de unas éticas de la ciencia y de la tecnología separadas por fronteras infranqueables. Así, Carl Mitcham ha considerado la existencia de una ética para la ciencia, moralmente neutra, y otra para la tecnología, impregnada en su totalidad de valores morales. Esta separación entre ellas viene siendo heredera de la diferencia aristotélica entre la epistéme, que aludía a la actitud teórica y contemplativa del mundo, y la téchne como actitud productiva del mundo material. Sin embargo, en el siglo pasado, el progreso científico y el desarrollo técnico han integrado ambas actitudes dentro del mismo proceso de investigación. En el momento en que la tecnicidad de la verificación experimental se desvela necesaria para el desarrollo de una teoría científica y, a la vez, la propia teoría exterioriza sus influencias en la elección de las estrategias técnicas más idóneas para el proceso experimental, a partir de ese instante, la técnica y la ciencia, inexorablemente, se funden formando una unidad inseparable; por consiguiente, una no puede existir sin la otra. Los debates llevados a cabo en la década de los ochenta han resaltado la imposibilidad de concebir la ciencia y la técnica en dominios diferentes. Así pues, la técnica y la tecnología han invadido la actividad científica dando lugar al fenómeno indivisible de la tecnociencia.
Desde diferentes enfoques, los filósofos de la ciencia y de la tecnología han indagado sobre la necesidad de dotar de una ética a la actividad tecnocientífica, bien sea a través de la incorporación de valores por medio de una deontología interna de la actividad científica, como propone Robert Merton, o bien estableciendo el principio de la autolimitación humana sobre el conocimiento científico y sobre la utilización de tecnologías hipotéticamente nocivas, como proponen Hans Jonas, Larry Laudan y otros filósofos.
Ahora bien, podemos clasificar las posturas tradicionales de la filosofía de la tecnología en dos vertientes: las posiciones pesimistas, por un lado, que preconizan el determinismo y la autonomización de la tecnología y las posiciones antifatalistas, por otro lado, que confían en la capacidad humana para tomar las riendas sobre el control de la tecnología. Dentro de las posiciones fatalistas se posicionan Martin Heidegger, Jacques Ellul, Freyer y Schelsky, entre otros. Heidegger ve en el desarrollo tecnológico el extravío del deber-ser del hombre desde que éste se ha arrojado al mundo artificial de la potencia tecnológica. Para Heidegger, la sociedad estaría, ineluctablemente, sometida por la manipulación tecnocrática. Ellul, por su parte, entiende que las leyes técnicas ordenan y orientan la economía condicionando la vida humana de tal manera que el sistema técnico llega a engullir a la sociedad y a determinarla de forma inexorable, dejando a los individuos fuera de todo poder; frente a la libertad humana, por tanto, la tecnología se impondría como un imperativo categórico sin ningún tipo de restricción. Y por último, Freyer y Schelsky reconocen la autonomización de la técnica como una realidad ineluctable. De un proceso de investigación científica y realizaciones técnicas que obedecen a leyes inmanentes, resultan, sin planificación alguna, los nuevos métodos de forma automática, sin haber tenido en cuenta mediante una acción racional los fines que permitirían su utilización. Esta ausencia de planificación de los fines que pudieran permitir la utilización de los nuevos métodos técnicos imponen su propio aprovechamiento práctico. Según Schelsky, las normas y leyes políticas se ven sustituidas por coacciones dimanantes del poder científico-técnico, de tal manera que ya no pueden ser concebidas como decisiones políticas, ni como normas dictadas por la conciencia, ni surgidas de una determinada cosmovisión. Con ello, la democracia pierde su sustancia y la voluntad popular política se ve reemplazada por las coacciones de las cosas mismas, a las que el mismo hombre produce como ciencia y técnica.
Frente a estas posturas fatalistas, se encuentran los filósofos optimistas que confían en que el ser humano tome las riendas de su destino y sea capaz de dirigir el desarrollo tecnológico por los senderos de la vida. Desde esta nueva forma de pensamiento, los filósofos Jean-Jacques Salomón, Iván Illich y Hans Jonas, entre otros, apuestan por la naturaleza humana y por su capacidad crítica para sobreponerse a los dictados de la megamáquina creada por la alianza de los sistemas tecnocientífico, tecnológico, político, económico y social. Así pues, estos filósofos consideran que la tecnología, si bien, presta servicios inestimables al hombre, ésta debería estar sujeta a los dictados de la humanidad. Sin poner límites a la sabiduría de la ciencia, Salomón propone la incorporación de normas morales en la actividad de los agentes sociales con el fin de controlar las instituciones que intervienen en el desarrollo técnico. No existen, por tanto, los destinos tecnológicos sino los destinos humanos. Iván Illich, por su parte, considera imprescindible el establecimiento de “criterios negativos apriorísticos” para el diseño y la construcción de los artefactos tecnológicos con el fin de mejorar el bienestar humano inmediato sin poner en jaque la convivencialidad futura y la conservación de la biosfera. Estos criterios funcionarían como límites morales de la conducta humana en el diseño y desarrollo de las tecnologías. Por último, Hans Jonas entiende que la técnica se ha convertido en un foco de poder cuyas consecuencias están poniendo en peligro la futura conservación del planeta y la propia identidad humana como especie. De acuerdo con este poder, el hombre pasa a ser el máximo responsable del futuro de sí mismo y de la naturaleza, y en consecuencia, necesita, urgentemente, desplegar una moral de la conservación de la naturaleza y de la humanidad. Hans Jonas, en su obra El Principio de responsabilidad propone una ética para la civilización de la era tecnológica basada en una acción técnica responsable que sea capaz de observar el principio de precaución en los desarrollos tecnocientíficos, poniendo límites, no al saber hacer, sino al poder hacer, en aras de salvaguardar el futuro de las civilizaciones. Jonas alerta de la necesidad de establecer un imperativo de responsabilidad en la tecnociencia que emularía el imperativo categórico kantiano: 1) actúa de manera tal que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana genuina; 2) actúa de manera tal que los efectos de tu acción no destruyan las posibilidades futuras de esa vida; 3) no pongas en peligro las condiciones necesarias para mantener una permanencia indefinida de la humanidad sobre la Tierra; 4) entre todas las opciones de acción presentes incluye la futura plenitud del hombre entre los objetivos de la voluntad. Así pues, con el principio de responsabilidad Hans Jonas aplica una deontología al quehacer tecnológico basada, no en las consecuencias causadas por los actos ya realizados, sino en una responsabilidad sobre los potenciales actos futuros.
Por tanto, en mi opinión, más allá del determinismo tecnológico propuesto por las posturas fatalistas de Heidegger, Ellul, Freyer y Schelsky, y sobre todo, por las posturas de los economistas que sostienen que la base tecnológica es el motor de las empresas y el soporte de la economía global y pretenden justificar la moralidad de la actividad tecnológica sin límites; debemos considerar y tener en cuenta, a la hora de establecer una propuesta ética racional sobre la tecnología, las posturas críticas al determinismo tecnológico que denuncian la llamada "brecha tecnológica" originada entre países ricos y países pobres, y que ha sido uno de los factores determinantes en la perpetuación de la pobreza en el tercer mundo. Desde esta perspectiva esperanzadora, el hombre nuevo del siglo XXI se enfrenta al reto de recuperar la capacidad crítica perdida para examinar en detalle los desarrollos tecnocientíficos y sacar a la humanidad del estado actual de colonización que ha impuesto el sistema tecnológico.
Lecturas recomendadas:
- Jacques Ellul: La edad de la Técnica.
- Hans Jonas: El principio de responsabilidad.
- Lewis Mumford: La megamáquina.
- Iván Illich: La convivencialidad.