Hablar de ética de la tecnociencia y de la tecnología en el siglo XXI adquiere su sentido más profundo, en una época donde ambas disciplinas se han convertido en factores decisivos, no sólo en la solución de muchas limitaciones humanas, sino también en la adquisición de nuevas responsabilidades frente al surgimiento de nuevas problemáticas. Si bien los avances tecnológicos han aumentado el grado de bienestar y la calidad de vida en las sociedades occidentales y en los países en vías de desarrollo, simultáneamente, han dado origen a nuevos problemas, cuyas influencias se hacen notar a escala planetaria. La combustión de los materiales fósiles utilizados como fuente de energía, cuyas emisiones de dióxido de carbono están dado lugar a un progresivo calentamiento global del planeta, de consecuencias imprevisibles, está poniendo en jaque la conservación de nuestra biosfera y la de las generaciones venideras. La explotación de la energía nuclear viene generando, desde sus inicios, una basura radiactiva cuya actividad perdurará a lo largo de miles de años, periodo en el cual, el control de los residuos y las consecuencias derivadas por potenciales anomalías en el proceso serán transferidos de generación en generación; una herencia peligrosa, cuyos riesgos tendrán que ser asumidos por futuras personas que no han podido disfrutar los beneficios de esta polémica forma de energía , pues las previsiones más optimistas apuntan hacia un agotamiento total de las reservas de uranio a finales del siglo XXI.
La actual actividad industrial de los países avanzados no sólo afecta a sus ciudadanos más directos, el carácter global de los procesos ambientales hace que cualquier tipo de contaminación tenga incidencias sobre la población mundial y las generaciones futuras. Ante el surgimiento de estas problemáticas, científicos, ingenieros, tecnólogos y la sociedad en su conjunto debemos adquirir el compromiso de ofrecer una actividad tecnológica en sintonía con un desarrollo económico y social sostenible que permita hacer frente a las necesidades del presente sin poner en peligro la capacidad de satisfacer las necesidades de las futuras generaciones. Si la Revolución Industrial basó su despliegue en la explotación de combustibles fósiles, se impone ahora la necesidad urgente de reemplazarlos por fuentes alternativas de energías renovables.
Éstas y otras cuestiones relacionadas con la investigación tecnocientífica y la utilización de sus consecuentes tecnologías, tales como las repercusiones de los avances en biotecnología, el desciframiento del genoma humano, los desarrollos de la electrónica, la informática y la realidad virtual con la consecuente cibernetización de la vida social, etc. hacen necesario el surgimiento, por parte de todos los agentes implicados y la sociedad en general, de un proceso de reflexión ética acerca de la investigación tecnocientífica y el uso de sus tecnologías derivadas.
Las disquisiciones filosóficas sobre la ética de la ciencia, la técnica y la tecnología del siglo XX se han caracterizado por el establecimiento de unos discursos acerca de unas éticas de la ciencia y de la tecnología separadas por fronteras infranqueables. Así, Carl Mitcham ha considerado la existencia de una ética para la ciencia, moralmente neutra, y otra para la tecnología, impregnada en su totalidad de valores morales. Esta separación entre ellas viene siendo heredera de la diferencia aristotélica entre la epistéme, que aludía a la actitud teórica y contemplativa del mundo, y la téchne como actitud productiva del mundo material. Sin embargo, en el siglo pasado, el progreso científico y el desarrollo técnico han integrado ambas actitudes dentro del mismo proceso de investigación. En el momento en que la tecnicidad de la verificación experimental se desvela necesaria para el desarrollo de una teoría científica y, a la vez, la propia teoría exterioriza sus influencias en la elección de las estrategias técnicas más idóneas para el proceso experimental, a partir de ese instante, la técnica y la ciencia, inexorablemente, se funden formando una unidad inseparable; por consiguiente, una no puede existir sin la otra. Los debates llevados a cabo en la década de los ochenta han resaltado la imposibilidad de concebir la ciencia y la técnica en dominios diferentes. Así pues, la técnica y la tecnología han invadido la actividad científica dando lugar al fenómeno indivisible de la tecnociencia.
Desde diferentes enfoques, los filósofos de la ciencia y de la tecnología han indagado sobre la necesidad de dotar de una ética a la actividad tecnocientífica, bien sea a través de la incorporación de valores por medio de una deontología interna de la actividad científica, como propone Robert Merton, o bien estableciendo el principio de la autolimitación humana sobre el conocimiento científico y sobre la utilización de tecnologías hipotéticamente nocivas, como proponen Hans Jonas, Larry Laudan y otros filósofos.
Ahora bien, podemos clasificar las posturas tradicionales de la filosofía de la tecnología en dos vertientes: las posiciones pesimistas, por un lado, que preconizan el determinismo y la autonomización de la tecnología y las posiciones antifatalistas, por otro lado, que confían en la capacidad humana para tomar las riendas sobre el control de la tecnología. Dentro de las posiciones fatalistas se posicionan Martin Heidegger, Jacques Ellul, Freyer y Schelsky, entre otros. Heidegger ve en el desarrollo tecnológico el extravío del deber-ser del hombre desde que éste se ha arrojado al mundo artificial de la potencia tecnológica. Para Heidegger, la sociedad estaría, ineluctablemente, sometida por la manipulación tecnocrática. Ellul, por su parte, entiende que las leyes técnicas ordenan y orientan la economía condicionando la vida humana de tal manera que el sistema técnico llega a engullir a la sociedad y a determinarla de forma inexorable, dejando a los individuos fuera de todo poder; frente a la libertad humana, por tanto, la tecnología se impondría como un imperativo categórico sin ningún tipo de restricción. Y por último, Freyer y Schelsky reconocen la autonomización de la técnica como una realidad ineluctable. De un proceso de investigación científica y realizaciones técnicas que obedecen a leyes inmanentes, resultan, sin planificación alguna, los nuevos métodos de forma automática, sin haber tenido en cuenta mediante una acción racional los fines que permitirían su utilización. Esta ausencia de planificación de los fines que pudieran permitir la utilización de los nuevos métodos técnicos imponen su propio aprovechamiento práctico. Según Schelsky, las normas y leyes políticas se ven sustituidas por coacciones dimanantes del poder científico-técnico, de tal manera que ya no pueden ser concebidas como decisiones políticas, ni como normas dictadas por la conciencia, ni surgidas de una determinada cosmovisión. Con ello, la democracia pierde su sustancia y la voluntad popular política se ve reemplazada por las coacciones de las cosas mismas, a las que el mismo hombre produce como ciencia y técnica.
Frente a estas posturas fatalistas, se encuentran los filósofos optimistas que confían en que el ser humano tome las riendas de su destino y sea capaz de dirigir el desarrollo tecnológico por los senderos de la vida. Desde esta nueva forma de pensamiento, los filósofos Jean-Jacques Salomón, Iván Illich y Hans Jonas, entre otros, apuestan por la naturaleza humana y por su capacidad crítica para sobreponerse a los dictados de la megamáquina creada por la alianza de los sistemas tecnocientífico, tecnológico, político, económico y social. Así pues, estos filósofos consideran que la tecnología, si bien, presta servicios inestimables al hombre, ésta debería estar sujeta a los dictados de la humanidad. Sin poner límites a la sabiduría de la ciencia, Salomón propone la incorporación de normas morales en la actividad de los agentes sociales con el fin de controlar las instituciones que intervienen en el desarrollo técnico. No existen, por tanto, los destinos tecnológicos sino los destinos humanos. Iván Illich, por su parte, considera imprescindible el establecimiento de “criterios negativos apriorísticos” para el diseño y la construcción de los artefactos tecnológicos con el fin de mejorar el bienestar humano inmediato sin poner en jaque la convivencialidad futura y la conservación de la biosfera. Estos criterios funcionarían como límites morales de la conducta humana en el diseño y desarrollo de las tecnologías. Por último, Hans Jonas entiende que la técnica se ha convertido en un foco de poder cuyas consecuencias están poniendo en peligro la futura conservación del planeta y la propia identidad humana como especie. De acuerdo con este poder, el hombre pasa a ser el máximo responsable del futuro de sí mismo y de la naturaleza, y en consecuencia, necesita, urgentemente, desplegar una moral de la conservación de la naturaleza y de la humanidad. Hans Jonas, en su obra El Principio de responsabilidad propone una ética para la civilización de la era tecnológica basada en una acción técnica responsable que sea capaz de observar el principio de precaución en los desarrollos tecnocientíficos, poniendo límites, no al saber hacer, sino al poder hacer, en aras de salvaguardar el futuro de las civilizaciones. Jonas alerta de la necesidad de establecer un imperativo de responsabilidad en la tecnociencia que emularía el imperativo categórico kantiano: 1) actúa de manera tal que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana genuina; 2) actúa de manera tal que los efectos de tu acción no destruyan las posibilidades futuras de esa vida; 3) no pongas en peligro las condiciones necesarias para mantener una permanencia indefinida de la humanidad sobre la Tierra; 4) entre todas las opciones de acción presentes incluye la futura plenitud del hombre entre los objetivos de la voluntad. Así pues, con el principio de responsabilidad Hans Jonas aplica una deontología al quehacer tecnológico basada, no en las consecuencias causadas por los actos ya realizados, sino en una responsabilidad sobre los potenciales actos futuros.
Por tanto, en mi opinión, más allá del determinismo tecnológico propuesto por las posturas fatalistas de Heidegger, Ellul, Freyer y Schelsky, y sobre todo, por las posturas de los economistas que sostienen que la base tecnológica es el motor de las empresas y el soporte de la economía global y pretenden justificar la moralidad de la actividad tecnológica sin límites; debemos considerar y tener en cuenta, a la hora de establecer una propuesta ética racional sobre la tecnología, las posturas críticas al determinismo tecnológico que denuncian la llamada "brecha tecnológica" originada entre países ricos y países pobres, y que ha sido uno de los factores determinantes en la perpetuación de la pobreza en el tercer mundo. Desde esta perspectiva esperanzadora, el hombre nuevo del siglo XXI se enfrenta al reto de recuperar la capacidad crítica perdida para examinar en detalle los desarrollos tecnocientíficos y sacar a la humanidad del estado actual de colonización que ha impuesto el sistema tecnológico.
Éstas y otras cuestiones relacionadas con la investigación tecnocientífica y la utilización de sus consecuentes tecnologías, tales como las repercusiones de los avances en biotecnología, el desciframiento del genoma humano, los desarrollos de la electrónica, la informática y la realidad virtual con la consecuente cibernetización de la vida social, etc. hacen necesario el surgimiento, por parte de todos los agentes implicados y la sociedad en general, de un proceso de reflexión ética acerca de la investigación tecnocientífica y el uso de sus tecnologías derivadas.
Las disquisiciones filosóficas sobre la ética de la ciencia, la técnica y la tecnología del siglo XX se han caracterizado por el establecimiento de unos discursos acerca de unas éticas de la ciencia y de la tecnología separadas por fronteras infranqueables. Así, Carl Mitcham ha considerado la existencia de una ética para la ciencia, moralmente neutra, y otra para la tecnología, impregnada en su totalidad de valores morales. Esta separación entre ellas viene siendo heredera de la diferencia aristotélica entre la epistéme, que aludía a la actitud teórica y contemplativa del mundo, y la téchne como actitud productiva del mundo material. Sin embargo, en el siglo pasado, el progreso científico y el desarrollo técnico han integrado ambas actitudes dentro del mismo proceso de investigación. En el momento en que la tecnicidad de la verificación experimental se desvela necesaria para el desarrollo de una teoría científica y, a la vez, la propia teoría exterioriza sus influencias en la elección de las estrategias técnicas más idóneas para el proceso experimental, a partir de ese instante, la técnica y la ciencia, inexorablemente, se funden formando una unidad inseparable; por consiguiente, una no puede existir sin la otra. Los debates llevados a cabo en la década de los ochenta han resaltado la imposibilidad de concebir la ciencia y la técnica en dominios diferentes. Así pues, la técnica y la tecnología han invadido la actividad científica dando lugar al fenómeno indivisible de la tecnociencia.
Desde diferentes enfoques, los filósofos de la ciencia y de la tecnología han indagado sobre la necesidad de dotar de una ética a la actividad tecnocientífica, bien sea a través de la incorporación de valores por medio de una deontología interna de la actividad científica, como propone Robert Merton, o bien estableciendo el principio de la autolimitación humana sobre el conocimiento científico y sobre la utilización de tecnologías hipotéticamente nocivas, como proponen Hans Jonas, Larry Laudan y otros filósofos.
Ahora bien, podemos clasificar las posturas tradicionales de la filosofía de la tecnología en dos vertientes: las posiciones pesimistas, por un lado, que preconizan el determinismo y la autonomización de la tecnología y las posiciones antifatalistas, por otro lado, que confían en la capacidad humana para tomar las riendas sobre el control de la tecnología. Dentro de las posiciones fatalistas se posicionan Martin Heidegger, Jacques Ellul, Freyer y Schelsky, entre otros. Heidegger ve en el desarrollo tecnológico el extravío del deber-ser del hombre desde que éste se ha arrojado al mundo artificial de la potencia tecnológica. Para Heidegger, la sociedad estaría, ineluctablemente, sometida por la manipulación tecnocrática. Ellul, por su parte, entiende que las leyes técnicas ordenan y orientan la economía condicionando la vida humana de tal manera que el sistema técnico llega a engullir a la sociedad y a determinarla de forma inexorable, dejando a los individuos fuera de todo poder; frente a la libertad humana, por tanto, la tecnología se impondría como un imperativo categórico sin ningún tipo de restricción. Y por último, Freyer y Schelsky reconocen la autonomización de la técnica como una realidad ineluctable. De un proceso de investigación científica y realizaciones técnicas que obedecen a leyes inmanentes, resultan, sin planificación alguna, los nuevos métodos de forma automática, sin haber tenido en cuenta mediante una acción racional los fines que permitirían su utilización. Esta ausencia de planificación de los fines que pudieran permitir la utilización de los nuevos métodos técnicos imponen su propio aprovechamiento práctico. Según Schelsky, las normas y leyes políticas se ven sustituidas por coacciones dimanantes del poder científico-técnico, de tal manera que ya no pueden ser concebidas como decisiones políticas, ni como normas dictadas por la conciencia, ni surgidas de una determinada cosmovisión. Con ello, la democracia pierde su sustancia y la voluntad popular política se ve reemplazada por las coacciones de las cosas mismas, a las que el mismo hombre produce como ciencia y técnica.
Frente a estas posturas fatalistas, se encuentran los filósofos optimistas que confían en que el ser humano tome las riendas de su destino y sea capaz de dirigir el desarrollo tecnológico por los senderos de la vida. Desde esta nueva forma de pensamiento, los filósofos Jean-Jacques Salomón, Iván Illich y Hans Jonas, entre otros, apuestan por la naturaleza humana y por su capacidad crítica para sobreponerse a los dictados de la megamáquina creada por la alianza de los sistemas tecnocientífico, tecnológico, político, económico y social. Así pues, estos filósofos consideran que la tecnología, si bien, presta servicios inestimables al hombre, ésta debería estar sujeta a los dictados de la humanidad. Sin poner límites a la sabiduría de la ciencia, Salomón propone la incorporación de normas morales en la actividad de los agentes sociales con el fin de controlar las instituciones que intervienen en el desarrollo técnico. No existen, por tanto, los destinos tecnológicos sino los destinos humanos. Iván Illich, por su parte, considera imprescindible el establecimiento de “criterios negativos apriorísticos” para el diseño y la construcción de los artefactos tecnológicos con el fin de mejorar el bienestar humano inmediato sin poner en jaque la convivencialidad futura y la conservación de la biosfera. Estos criterios funcionarían como límites morales de la conducta humana en el diseño y desarrollo de las tecnologías. Por último, Hans Jonas entiende que la técnica se ha convertido en un foco de poder cuyas consecuencias están poniendo en peligro la futura conservación del planeta y la propia identidad humana como especie. De acuerdo con este poder, el hombre pasa a ser el máximo responsable del futuro de sí mismo y de la naturaleza, y en consecuencia, necesita, urgentemente, desplegar una moral de la conservación de la naturaleza y de la humanidad. Hans Jonas, en su obra El Principio de responsabilidad propone una ética para la civilización de la era tecnológica basada en una acción técnica responsable que sea capaz de observar el principio de precaución en los desarrollos tecnocientíficos, poniendo límites, no al saber hacer, sino al poder hacer, en aras de salvaguardar el futuro de las civilizaciones. Jonas alerta de la necesidad de establecer un imperativo de responsabilidad en la tecnociencia que emularía el imperativo categórico kantiano: 1) actúa de manera tal que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana genuina; 2) actúa de manera tal que los efectos de tu acción no destruyan las posibilidades futuras de esa vida; 3) no pongas en peligro las condiciones necesarias para mantener una permanencia indefinida de la humanidad sobre la Tierra; 4) entre todas las opciones de acción presentes incluye la futura plenitud del hombre entre los objetivos de la voluntad. Así pues, con el principio de responsabilidad Hans Jonas aplica una deontología al quehacer tecnológico basada, no en las consecuencias causadas por los actos ya realizados, sino en una responsabilidad sobre los potenciales actos futuros.
Por tanto, en mi opinión, más allá del determinismo tecnológico propuesto por las posturas fatalistas de Heidegger, Ellul, Freyer y Schelsky, y sobre todo, por las posturas de los economistas que sostienen que la base tecnológica es el motor de las empresas y el soporte de la economía global y pretenden justificar la moralidad de la actividad tecnológica sin límites; debemos considerar y tener en cuenta, a la hora de establecer una propuesta ética racional sobre la tecnología, las posturas críticas al determinismo tecnológico que denuncian la llamada "brecha tecnológica" originada entre países ricos y países pobres, y que ha sido uno de los factores determinantes en la perpetuación de la pobreza en el tercer mundo. Desde esta perspectiva esperanzadora, el hombre nuevo del siglo XXI se enfrenta al reto de recuperar la capacidad crítica perdida para examinar en detalle los desarrollos tecnocientíficos y sacar a la humanidad del estado actual de colonización que ha impuesto el sistema tecnológico.
Lecturas recomendadas:
- Jacques Ellul: La edad de la Técnica.
- Hans Jonas: El principio de responsabilidad.
- Lewis Mumford: La megamáquina.
- Iván Illich: La convivencialidad.
Hola, Juan.
ResponderEliminarEn primer lugar, tengo que felicitarte por este blog, en el que pones sobre el tapete asuntos que nos importan a todos, hasta el punto de determinar nuestro futuro -si es que lo tenemos- como especie y como sociedad.
Hay dos aspectos que me han llamado especialmente la atención. El primero de ellos es la idea de la responsabilidad humana sobre el uso de los avances tecnológicos, que es lo mismo que afirmar la inocencia de esos mismos avances hacia las consecuencias que generan. Ya sé que es una obviedad, pero creo que conviene insistir, porque a veces se percibe en ciertas personas una convicción en la necesidad de limitar, no los usos, sino los avances en sí mismos, temiendo sus consecuencias. Vemos, sin embargo, que de hallazgos encontrados en contextos de uso, digamos, "negativos", surgen usos muy valiosos y beneficiosos para todos. La misma nitroglicerina que puede volar un edificio ha salvado a millones de personas de morir de un ataque al corazón, y los mismos mecanismos que propulsan los misiles han hecho posible la exploración del espacio.
Por otro lado, y en relación con lo que expones acerca del feliz futuro de la escuela, me parece que hay que insistir en un aspecto de esa "brecha tecnológica" de la que hablas. Vivimos, supuestamente, en una "aldea global". Aldea sí, pero global, lo es muy poco, si tenemos en cuenta que esta sociedad de informaciones y comunicaciones sólo llega a un tercio, escaso, de la población. En Latinoamérica, África y el Sudeste Asiático millones de personas nunca participarán de Internet, porque ni siquiera conocerán la luz eléctrica. Ello lleva, entre otras consecuencias, a la aparición de una nueva forma de analfabetismo, más grave, si cabe, que la tradicional, porque es más difícil de resolver. Aprender a leer y a escribir ya no basta para garantizar el desarrollo de un ser humano. Hace falta algo más, que implica que el país donde uno vive esté en el círculo de los poderosos, y si no lo está, las posibilidades de superar las barreras de la pobreza cada vez se hacen más lejanas.
¿Solución? La verdad es que no se me ocurre. Pero, de nuevo, creo que hay que insistir en la inocencia de la tecnología y los avances en general con respecto a las consecuencias negativas que puedan tener. Si la tecnología de la comunicación contribuye a sumir aún más en el empobrecimiento intelectual a las sociedades deprimidas, ello no es responsabilidad de la tecnología en sí, de la misma manera que no se puede responsabilizar a la comida del avance del hambre.
Bueno, ya seguiremos comentando.
Te reitero mis felicitaciones por este blog.
Hasta pronto.
Irene
Hola Irene.
ResponderEliminarEn primer lugar, gracias por opinar, ya que con tu intervención podemos iniciar el primer debate de este sitio web. Tu opinión me parece muy interesante, y al hilo de la cuestión, me ha hecho reflexionar sobre el posible sentido o, quizás, el sin-sentido de los términos “inocencia” y “culpabilidad” entorno a la tecnología. Tal vez, estos términos no deberían ser aplicados, a priori, a los objetos de la tecnología, ya que son términos morales que afectan, exclusivamente, a los agentes que intervienen en la actividad tecnológica y no a los artefactos derivados de dicha actividad. Por tanto, en mi opinión, no deberíamos hablar de la inocencia de la tecnología (y, por consiguiente, tampoco de su culpabilidad), sino más bien, de la existencia de tecnologías nocivas en sí mismas o intrínsecamente nocivas y de tecnologías inocuas. Las tecnologías intrínsecamente nocivas serían aquéllas cuya razón de ser es ya, en sí misma, contraria a la vida y al desarrollo de los seres humanos como personas. En términos heideggerianos, el ser-en el mundo de estas tecnologías, más allá de su estar-en el mundo, es la destrucción de la vida humana. En consecuencia, estas tecnologías serían irracionales en sí mismas. Por ejemplo, las tecnologías de la tortura y aplicación de la pena capital, las tecnologías de la guerra, las bombas anti-persona, las armas de destrucción masiva, en todas sus vertientes: bombas atómicas, bombas de racimo, bombas de neutrones, armas químicas, biológicas, etc.
Günter Anders, por ejemplo, ha argüido que no sólo las personas, sino también los artefactos, tienen máximas y principios por los que actúan. La máxima de las armas nucleares es la destrucción total. Después de reformular el imperativo categórico kantiano como “posee y usa solamente aquellos objetos cuyas máximas inherentes puedan devenir tus propias máximas y así, las máximas de la ley general”, Anders denuncia la irracionalidad o improcedencia intrínseca de las armas nucleares. Construirlas es, por tanto, contradictorio en sí mismo. De la misma manera, podemos denunciar como irracionales, todas las tecnologías cuyos principios por los que actúan dirigen su funcionamiento en contra de los principios de la vida. Estas tecnologías no serían ambivalentes, pues carecerían absolutamente de usos beneficiosos para el ser humano.
Por otro lado, llevas mucha razón cuando hablas de la brecha tecnológica entre países ricos y países pobres, cuya consecuencia origina un distanciamiento cada vez mayor entre el primer y el tercer mundo. La supuesta “aldea global” solo engloba a los países del primer y segundo mundo, pues con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, las categorías de espacio y tiempo se han reducido a dimensiones, prácticamente, insignificantes entre los países poseedores de dichas tecnologías. La aldea será verdaderamente global cuando los países del tercer mundo pasen a formar parte de los países desarrollados y el primer mundo deje de ser el club de unos pocos.
Ahora bien, ¿cuándo sucederá esto? Los últimos estudios afirman que esto no será posible a menos que encontremos fuentes alternativas de energía que sustituyan a los combustibles fósiles. El índice de bienestar de una sociedad se mide por el consumo energético. A mayor consumo energético, mayor grado de bienestar. Pues bien, los combustibles fósiles son limitados: según la Agencia Internacional de la Energía de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) la producción mundial de petróleo tocará techo en la próxima década. En ese momento, la humanidad habrá consumido la mitad de las reservas mundiales de crudo, y la producción mundial de petróleo, a partir de entonces, empezará a disminuir sin poder satisfacer la demanda total de energía. En consecuencia, la producción de carbón y de uranio se incrementará para poder satisfacer la demanda, originando, con ello, una aceleración del agotamiento de estos recursos. Los cálculos de los expertos más optimistas apuntan a un agotamiento total de los combustibles fósiles para mediados del presente siglo, pero mucho antes, el desarrollo económico de los países avanzados habrá entrado en recesión, que no será temporal, como venían siendo hasta ahora las recesiones anteriores según el modelo de los ciclos económicos, sino permanente. Algunos economistas apuntan hacia una recesión global de duración indefinida en la que, tal vez , algunos países hayan entrado ya con la actual crisis mundial, pues según estimaba Kenneth S. Deffeyes ( investigador de la Shell Oil en Houston, Texas) en el año 2000: la producción mundial de petróleo podría tocar techo, antes de lo previsto, en el año 2009. Por lo tanto, si no encontramos, con la máxima urgencia, fuentes verdaderamente alternativas de energía (hoy por hoy no existen tales alternativas, pues una hipotética economía mundial sustentada por la energía del hidrógeno y la energía solar todavía es una utopía), el regreso del Mundo a consumos energéticos pre-industriales, inexorablemente, será una realidad en las próximas décadas. Como señala el paleontólogo Richard Fortey, el Mundo volverá a una nueva Edad Media (más tecnificada que la anterior, pero también mucho más destecnologizada que la época actual) en menos de un siglo. Y todo esto manteniendo a los países del tercer mundo en los niveles actuales de pobreza; si, por el contrario, el primer mundo pretendiera sacar a estos países de su estado actual, la aceleración del colapso mundial sería inminente.
Por tanto, con el actual sistema energético, la Aldea nunca será global.
Un saludo
Juan Mª de las Heras
P.D.: Si deseas recibir un e-mail cada vez que alguien haga un comentario puedes suscribirte pinchando en el link que hay al pie del artículo. También puedes seguir el blog pinchando en el link "seguir este blog" que hay en la columna de la izquierda.
Vaya, pues sí que pintan mal las cosas...
ResponderEliminarSi llegan a cumplirse las previsiones de la crisis energética tal y como la describes, al final la aldea sí que será global, pero será una aldea de las de antes: de esas de ir todos en burro (si para entonces quedan burros, claro), y de coger agua con cántaros en el pozo más próximo.
Bromas aparte, creo, como ya te dije antes, que tienes razón en cuanto a lo inadecuado de aplicar los conceptos de culpabilidad o inocencia a cuestiones tecnológicas, que están fuera de lo humano y sus parámetros.
En cuanto al otro aspecto que trataba, la brecha cultural entre países ricos y pobres, me temo que ante ese problema soy, incluso, más pesimista que tú. No creo que la cuestión dependa sólo de la distribución de los recursos energéticos, aunque sin duda es un factor importante. Más allá de posibles crisis futuras, que hagan imposible que las zonas desfavorecidas del planeta puedan acceder a los recursos y lograr un mismo nivel de bienestar y desarrollo tecnológico que el que disfrutamos en el primer mundo, me parece que la existencia misma de desigualdades está en la base del funcionamiento del sistema capitalista, lo que lleva a que la desaparición de la pobreza y la desigualdad, desde el punto de vista de muchos, no sólo no sea factible por una cuestión de distribución de la energía, sino que ni siquiera es algo deseable.
El sistema capitalista, si yo no lo entiendo mal, funciona, entre otras cosas, a partir del miedo, que es el motor fundamental que mantiene funcionando el engranaje social y económico. Es necesario, por ejemplo, que haya paro para poder manetener el control sobre el mundo del trabajo, para fomentar la competitividad, llevar el rendimiento a sus últimas consecuencias, etc. Y de la misma manera es necesario que exista un tercer mundo sumido en la pobreza que, por un lado, no sepa gestionar sus recursos, para que el primer mundo pueda ejercer su control, y al mismo tiempo, que recuerde a las sociedades de consumo, tecnológicas y desarrolladas, que para no retroceder en sus avances están obligadas a no dejar de producir, de consumir, a no permitir que la "megamáquina" se detenga ni un momento, a competir unas con otras por estar en el grupo que va en cabeza.
La tecnología, los canales de la información, el desarrollo industrial, etc., según creo, son un elemento más dentro de este engranaje. Los productos informáticos, por ejemplo, se quedan obsoletos en cuestión de meses, de manera que lo que, en principio, es el resultado de un avance continuo, se convierte de inmediato en parte de la espiral consumista. Uno no puede quedarse atrás, no puede quedarse fuera, y por tanto, tiene que consumir, cambiar de ordenador, de móvil, de coche, de plancha...
El miedo a perder el ritmo del progreso de la tecnología nos mantiene consumiendo.
¿No crees?
Bueno, ya me dirás.
Un saludo y hasta pronto.
En primer lugar hablas de que las desigualdades en el sistema capitalista hacen indeseable la erradicación de la pobreza en los países del Tercer Mundo. Bien, es indudable que el sistema capitalista está basado, entre otros muchos factores, en la desigualdad. Pero, en la sociedad capitalista lo importante no es tanto la desigualdad, sino el progreso y el bienestar que consigue a sus miembros si se compagina con buenas políticas socialdemócratas. Yo me pregunto ¿ ha existido alguna vez, en alguna parte del mundo, algún sistema económico que haya proporcionado a sus ciudadanos más progreso y bienestar que el sistema de economía de libre mercado, propio de las democracias liberales occidentales, sin poner en peligro la libertad de los individuos, y , a la vez, no haya generado desigualdades entre sus miembros?. Los sistemas que han pregonado a los cuatro vientos su utopía “igualitaria”, ¿carecían , realmente, de desigualdades?. En mi opinión, la historia ha demostrado que, hoy por hoy, el sistema económico de libre mercado es el único viable. Si analizamos detenidamente la historia de los sistemas económicos nos damos cuenta de que el sistema capitalista ha sido el único sistema que ha alcanzado altas cotas de progreso y bienestar a sus ciudadanos, en connivencia con el liberalismo económico. Esto ha sido posible gracias al establecimiento, en la esfera política, de las democracias liberales basadas en la libertad del individuo como valor supremo y en la redistribución de la riqueza, no tanto para mitigar las desigualdades, sino para elevar el estado de bienestar de todas las capas de la sociedad. El análisis que Francis Fukuyama realiza en su obra "El fin de la Historia y el último hombre", nos muestra cómo, gracias a las democracias liberales y a una economía capitalista, muchos países que, en los albores del siglo pasado eran tercermundistas, hoy pertenecen al club de los países desarrollados. Véase la experiencia asiática de los países como Japón, Corea del Sur, Taiwan, Hong-Kong, Singapur, Malaysia y Tailandia. Estos países, después de la guerra, buscaron el crecimiento económico a través del capital extranjero invertido en sus países por las multinacionales . Estaban en la más absoluta pobreza, sin capital acumulado y sin recursos naturales, simplemente disponían de la fuerza de trabajo de sus ciudadanos. El grado de crecimiento económico de estos países fue asombroso y su éxito no se consiguió a costa de la justicia social. Si bien, al principio hubo desigualdades, la distribución de la renta comenzó rápidamente a igualarse, país tras país, cuando alcanzaron cierto nivel de prosperidad, pues el surgimiento y ampliación de la clase media, propia del desarrollo económico, trajo consigo no la anulación de las desigualdades, pero sí su disminución . No cabe duda de que el primer mundo se va ampliando a medida que nuevos países se suben al tren del progreso y apuestan por una democracia liberal y un sistema de economía capitalista. El análisis de Fukuyama nos demuestra que no es cierto el tópico de que la miseria de los países pobres es el fundamento del desarrollo de los países ricos. El milagro económico asiático de la posguerra demuestra que el capitalismo es un camino hacia el desarrollo económico potencialmente abierto a todos los países y no es un obstáculo al desarrollo económico del Tercer Mundo, sino todo lo contrario, la lógica interna del capitalismo es su incesante crecimiento y expansión hacia mercados internacionales, como ya demostró Adam Smith en su obra "La riqueza de las Naciones". Esta expansión genera, en última instancia, riqueza y ventajas para todos. Es más, los países económicamente atrasados que cogen el tren del capitalismo con retraso obtienen, de hecho, ciertas ventajas en su desarrollo económico, puesto que pueden importar tecnología de los países que se desarrollaron antes, en vez de tener que crearla ellos mismos. Por lo tanto, la teoría de la dependencia, tantas veces defendida por el marxismo-leninismo es falsa.
ResponderEliminarLa dinámica y la esencia del capitalismo es la producción e intercambio de bienes de consumo, herramientas, máquinaria, ciencia, técnica y tecnología. La consecuencia inmediata de esta actividad es el progreso de la sociedad y el aumento del grado de bienestar de sus miembros. Las sociedades que han apostado por esta dinámica han conseguido salir del estado de pobreza. Sin embargo, para mantener el grado de bienestar de los países desarrollados y conseguir que los países pobres salgan de su estado, no me cansaré de insistir, es necesario garantizar el flujo energético que se necesita para el mantenimiento del tejido industrial, las infraestructuras y el nivel de vida alcanzado por sus ciudadanos. El problema de este mantenimiento viene cuando una civilización ha alcanzado altas cotas de progreso y bienestar, pues la energía necesaria per-cápita es tan alta que pone en peligro sus condiciones de existencia. Es la dinámica interna que explica el auge y la caída de las civilizaciones. El incremento en el flujo energético permite su crecimiento económico, pero a medida que el progreso va creciendo, las necesidades energéticas van siendo mayores, hasta que se llega a un punto de inflexión en el que la captación o producción de energía ya no es suficiente para satisfacer la demanda. A partir de ese momento, a menos que se encuentre un nuevo suministro energético, sea fruto de una conquista o de la explotación de una nueva fuente de energía, el colapso es inevitable.
Cuando hablas del miedo como uno de los factores psicológicos que se encuentra en la base del sistema capitalista. Yo pienso que el miedo es más propio de los sistemas políticos totalitarios que de los sistemas económicos. En las democracias liberales donde se garantiza la libertad y los derechos humanos de los individuos no tiene razón de ser la existencia del miedo. De hecho el miedo siempre ha sido, en última instancia, no un acicate, sino un obstáculo para el progreso, pues el miedo paraliza y frena toda cooperación voluntaria. Si comparamos el auge económico de las modernas sociedades libres con las antiguas sociedades esclavistas vemos las grandes diferencias que hay en los avances conseguidos por cada una de ellas.
Cuando mencionas que consumimos por miedo a perder el ritmo del progreso, yo pienso que no es tanto el miedo a perder el ritmo del progreso, sino más bien nuestra naturaleza hedonista- fetichista. A todos nos gusta vivir bien, disponer en todo momento de todas las comodidades, ir vestidos según la moda del momento, comer en los mejores restaurantes, tener buenos electrodomésticos, un buen coche, etc. Como bien decía Marx , el fetichismo de la mercancía alimenta al capitalismo. Si tuviéramos miedo a perder el ritmo del progreso, entonces en épocas de crisis, como la actual, consumiríamos más. Sin embargo, ocurre lo contrario, en crisis nos apretamos el cinturón y consumimos menos, en consecuencia desciende la demanda de productos por debajo de la oferta y cuando nos queremos dar cuenta estamos frente al fantasma de la deflacción de los precios amenazándonos con una bajada de los salarios.
Un saludo.
Juan Mª de las Heras.
Vaya, Juan, veo que has hecho fatal tus deberes como tecnósofo: de pequeño te perdise todos los capítulos de los Electroduendes y la Bola de Cristal. Sólo así se explica que no conozcas aquello de la Bruja Avería, que asustaba a los niños al grito de "¡Viva el Mal! Viva el Capital!".
ResponderEliminarJa, ja.
Me parece, en fin, que hemos encontrado un punto de discrepancia irreconciliable. Sólo dos cosas: en primer lugar, el "estado del bienestar" yo no veo que lo sea tanto, y mucho menos que se puedan poner como ejemplos casos como el de Japón, donde la llegada de la democracia, el liberalismo económico, etc. sustituyó un sistema feudal teocrático por una tecnocracia deshumanizada, casi esclavista, que reduce a las personas al nivel de piezas de una cadena de montaje. No sé, no creo que el "bienestar" sea tanto, dada la tasa de suicidios que tiene ese país.
Por otro lado, dices que ningún sistema ha logrado cotas tan altas de progreso como el capitalista. Y yo pregunto ¿qué otro sistema se ha puesto en práctica alguna vez? Porque el ensayo soviético no fue, en rigor, más que un capitalismo de estado, que poco, por no decir nada, tiene que ver con los verdaderos planteamientos marxistas.
En cuanto a lo del miedo, no me refería a ese miendo explícito, directo, fácil de identificar y combatir, propio de totalitarismos y represiones dictatoriales, sino a otros miedos inducidos de maneras más sutiles, y que son propios de la sociedad capitalista y parte de su esencia. La promoción de la competitividad salvaje, la idea de que no hay sitio para el número dos de nada,...
No tengo vocación evangelizadora. No pretendo convencerte de mis ideas. Veo tus puntos de vista, pero no los comparto.
En definitiva, que discrepamos. Pero es un discrepar amistoso y constructivo, ¿eh?
Bs
Hola Irene
ResponderEliminarSí, sí veía la Bola de Cristal. Me gustaba muchísimo, sobre todo las parodias de Javier Gurruchaga. Lo que pasa es que a mí me pilló a una edad más adulta, más madura y, por tanto, más difícil de ser asustado. Lo de Japón es muy fuerte. No digo que sea el paradigma de la sociedad ideal, visto desde nuestra perspectiva cultural , pero afirmar que es una tecnocracia “deshumanizada, casi esclavista, que reduce a las personas al nivel de piezas de una cadena de montaje”, me parece, poco más, que una exageración, que demuestra un gran desconocimiento de la cultura japonesa y, cuando no, una falta de respeto hacia ella. Si fuera como dices, hace tiempo que se hubieran producido emigraciones masivas desde aquel territorio. Los pobres japonesitos, que no son tontos, habrían huido despavoridos de aquel “infierno”, para no volver jamás. Estarían aquí comiendo paella, tortilla y escuchando flamenco, que parece ser que les encanta. Sin embargo, ¿por qué será?, después de pasar en Occidente unas vacaciones, se vuelven todos a su país. España estaría plagada de tiendas de japoneses en vez de tiendas de chinos. Sinceramente, de niña, no deberías haber visto la Bola de Cristal. No era un programa apto para menores.
Bueno bromas aparte, y como hay buen rollo, continuaremos el discurso con la debida seriedad y el obligado respeto que requiere un debate intelectual. Cuando mencionaba, en mi intervención anterior, el milagro asiático no era para establecer esos países como paradigma del estado de bienestar sino para demostrar que la teoría de la dependencia es errónea y que el Mundo desarrollado no es un obstáculo para el desarrollo del Tercer Mundo, sino, por el contrario, su estímulo. De todas formas, me es difícil pensar que el japonés actual, medianamente cuerdo, no desee su estado actual a su anterior estado feudal. No voy a hablar, en este momento y en este espacio ( por falta de tiempo y porque merece la pena dedicar un artículo entero a este tema), de cómo las determinaciones del confucionismo, el budismo y la cultura bushi han configurado, a lo largo de la historia y a través del viejo sistema Taiho, el shogunato y la revolución Meiji, el carácter propio de la cultura japonesa. Y de cómo sus valores (en absoluto deshumanos, pero sí extraños a nuestra cultura ) han conformado el actual sistema social japonés.
El ”miedo” del que hablas no puede ser jamás uno de los pilares que sustentan todo un sistema de economía política. Pues, si la existencia de un sistema dependiera del miedo, éste tendría que ser directo, dirigido y controlado por fuerzas represivas, ya que, de lo contrario, la libertad humana lo destruiría. El sistema capitalista no necesita que el miedo forme parte de su esencia, pues la libertad que proporciona la democracia liberal garantiza su existencia. Sin embargo un sistema totalitario, como el marxista, para imponer sus planteamientos (negación de la libertad humana, revolución, destrucción del orden liberal, abolición de la propiedad privada, expropiación de todos los medios de producción, nacionalización de la banca, sistema de producción monopolístico, abolición del derecho de herencia, confiscación de la propiedad de todos los emigrantes, lucha de clases, dictadura del proletariado, etc) , necesita inexorablemente echar mano de la represión para garantizar su existencia. El “miedo” del que hablas, en un estado de derecho y de libertades, sólo aparece en personas con un carácter extremadamente tímido, mejor dicho timorato, tal vez, con problemas de madurez, y que tienen dificultades para enfrentarse a la situación que les causa ese miedo. Este sector de la población es muy minoritario y nada representativo para afirmar que ese “miedo” forme parte de la esencia del sistema capitalista.
En cuanto a la tasa de suicidios, precisamente cuando se produce el milagro asiático, desde los años sesenta hasta el año 2000, la tasa de suicidios de Japón era similar a la de los países occidentales , lo que demuestra que no hay ninguna relación entre el progreso conseguido por ese país con la tesis de un hipotético desencanto del pueblo japonés hacia sus instituciones sociales. Es cierto que, en la presente década, su tasa de suicidios ha experimentado un crecimiento desmesurado debido a la fuerte crisis económica que Japón viene padeciendo en estos últimos años unido al peculiar carácter de la cultura japonesa.
Cuando formulas la pregunta “¿qué otro sistema se ha puesto en práctica alguna vez?”, yo pregunto, ¿acaso hay otro?. Si, aparte de las democracias occidentales, respetuosas con los derechos humanos, no estamos hablando de los regímenes totalitarios ya conocidos ¿de qué nueva clase de entelequia estamos hablando?
En cuanto a los “verdaderos planteamientos marxistas” me gustaría escuchar cuáles son para poder hablar largo y tendido. Espero que seas tú, esta vez, quién haga bien los deberes y me los expliques. Será un placer escucharte.
Un saludo
Juan Mª de las Heras