Las pretensiones de este texto se limitan al esbozo de una breve panorámica del pensamiento sociológico que Jürgen Habermas desarrolló en la década de los años sesenta; pensamiento que, hoy por hoy , no ha perdido vigor, sino que, por el contrario, tal vez con las nuevas circunstancias globalizadoras, se haya intensificado. Sea como fuere, sigue gozando de plena actualidad en el nuevo milenio que acaba de iniciarse. Así pues, tomando prestado de Max Weber el concepto de racionalidad, Habermas retoma la crítica que Herbert Marcuse hace de la sociedad capitalista y reformula dicho concepto desde una nueva perspectiva en la que las categorías de trabajo e interacción adquieren una relevancia decisiva. Empezaremos, pues, nuestra tarea, exponiendo brevemente el proceso de racionalización de la sociedad en el mundo capitalista y cómo ha sido posible el proceso de legitimación del dominio en el capitalismo avanzado o, como prefiere decir Habermas, capitalismo de organización; para pasar, después, a analizar las consecuencias sociales derivadas del progreso tecno-científico en relación con el sistema político, así como la necesidad urgente de un nuevo proceso de racionalización de la sociedad basado en una conciencia pragmática y democrática que sea capaz de incentivar el resurgimiento de un nuevo proceso de politización de las masas y la formación de una voluntad política transnacional que sea competente para dirigir y regular el sistema económico capitalista por los senderos del mundo social de la vida en un mundo en el que las relaciones sociales se han globalizado.
1. El proceso de racionalización de la sociedad en el mundo capitalista
Siguiendo la tradición iniciada por Max Weber, nos vamos a centrar en el concepto de racionalización con el objetivo de dilucidar en torno a la actividad económica capitalista con todo el conjunto de relaciones sociales que dicha actividad conlleva. El concepto de racionalidad consiste en la aplicación de los, denominados por Habermas, criterios de acción instrumental o acción racional con respecto a fines que afectarían a la planificación de los medios utilizados por un sistema social moderno, no sólo en la organización del proceso productivo de sus sociedades cuyos fines responderían a una incesante ampliación de las fuerzas productivas originadas por la masiva cientifización y tecnificación de la producción que ha surgido en el siglo XX, sino que, también afectaría al resto de los ámbitos de la vida social en su conjunto. Esta progresiva “racionalización” depende, en primera instancia, de la institucionalización del progreso tecno-científico, que ha hecho posible la transformación de las viejas instituciones del capitalismo temprano del siglo XIX y, en última instancia, del total socavamiento de los residuos, que aún pudieran colear, de las antiguas legitimaciones pre-capitalistas. Si bien, este proceso de racionalización implica la existencia de unas condiciones de dominio, tal como señalaba Herbert Marcuse en los años sesenta, este dominio, en las actuales condiciones de progreso, ha perdido en la conciencia colectiva el carácter explotador y opresor que le era inherente en las sociedades del capitalismo temprano, propias del siglo XIX y primera mitad del XX. Este dominio se torna “racional” en las sociedades capitalistas avanzadas tratando de mantener un sistema que se convierte en fundamento de su propia legitimación a través del incremento de las fuerzas productivas aportadas por el progreso científico-técnico. Esta intensificación de fuerzas, institucionalizada por el progreso, ha creado un inmenso aparato de producción y distribución que hoy proporciona a la ciudadanía, en general, una vida más confortable y un mayor grado de bienestar. En consecuencia, se origina un cercenamiento en las instancias críticas dirigidas hacia las relaciones de producción, pues el capitalismo avanzado presenta estas relaciones como relaciones racionalizadas bajo un criterio apologético en el que éstas se justifican desde un marco institucional que se presenta a la ciudadanía como un elemento funcionalmente imprescindible, no sólo para la supervivencia de los individuos en un determinado momento, sino también para la pervivencia de las sociedades occidentales y el desarrollo de futuras sociedades emergentes. Por tanto, en la actual etapa del desarrollo tecno-científico las fuerzas productivas se han convertido en los puntales de la legitimación del sistema capitalista avanzado.
Jürgen Habermas, en la década de los sesenta, ya intentó reformular el concepto de racionalización de Max Weber en un marco de referencia distinto, adoptando como punto de partida la distinción entre trabajo e interacción. Por trabajo o acción racional con respecto a fines, entiende Habermas, una combinación de acción instrumental y acción racional. La acción instrumental se orienta por reglas técnicas que descansan sobre el saber empírico, sujeto a pronósticos sobre sucesos observables que pueden ser verdaderos o falsos. La acción racional, sin embargo, se orienta por estrategias que descansan en un saber analítico, sujeto a deducciones de reglas de preferencias (reglas traducidas en sistemas de valores) y máximas generales, que pueden estar bien deducidas o mal deducidas. La acción racional con respecto a fines, por tanto, va a utilizar reglas técnicas aportadas por el conocimiento empírico (acción instrumental) y timoneadas por un proceso de análisis deductivo (acción racional) para realizar fines definidos bajo condiciones dadas. Pero, en el desarrollo de este proceso, mientras la acción instrumental organiza medios ( adecuados o inadecuados, según criterios de un control eficiente de la realidad), la acción racional o estratégica solamente va a depender de la valoración correcta de las alternativas de comportamiento posible en función de un sistema de valores dado.
Por interacción o acción comunicativa, entiende Habermas, una interacción lingüística simbólicamente mediada, que se orienta por normas intersubjetivamente aceptadas por una comunidad. Mientras que la validez del trabajo o acción racional con respecto a fines depende de la validez de enunciados empíricamente verdaderos o analíticamente correctos, la validez de la interacción o acción comunicativa depende de la intersubjetividad de un acuerdo sobre intenciones que los agentes implicados establecen y sólo viene asegurada por el reconocimiento general de las obligaciones establecidas por la comunidad. He aquí, la diferencia entre las reglas técnicas y las normas sociales. En base a estos dos tipos de acción, Habermas distingue a los sistemas sociales según predomine en ellos la acción racional con respecto a fines o, por el contrario, la interacción. El marco institucional de una sociedad se compone de normas que dirigen las interacciones lingüísticamente mediadas, pero existen subsistemas ( tales como el sistema económico, el sistema político, el sistema de organización estatal, etc) en los que se ha institucionalizado la acción racional con respecto a fines. En el lado opuesto (la familia, la educación, las amistades, el parentesco, algunas organizaciones sociales no racionalizadas, etc.) predominan las reglas morales de interacción. Habermas va a distinguir entre el marco institucional de una sociedad de los subsistemas de acción racional con respecto a fines, y en la medida en que las acciones vienen determinadas por ambas partes, éstas se van a entrelazar unas con otras para determinar la acción política y social.
2. La legitimación del dominio en el capitalismo avanzado
Las sociedades modernas actuales están asentadas sobre la base de la división del trabajo social que hace posible la obtención de un excedente en el sistema productivo que se encuentra por encima de la satisfacción de las necesidades inmediatas y elementales, y deben su existencia a un incremento del bienestar general de la sociedad que, a su vez, hace sombra al problema de la distribución desigual, y sin embargo, legítima (según los criterios de la razón instrumental) de la riqueza y del trabajo. Con la introducción del sistema de producción capitalista, que asegura un crecimiento de la producción a largo plazo, queda institucionalizada la introducción de nuevas tecnologías y nuevas estrategias, es decir, queda institucionalizada la innovación en cuanto tal. El capitalismo, en sus inicios, dio lugar a la actividad industrial con la explotación del carbón como fuente energía y la masiva utilización de la máquina de vapor. Estos elementos, junto al capital y la fuerza de trabajo, originaron un acelerado crecimiento económico autorregulado. Después, en el nuevo estadio del capitalismo avanzado, con la explotación de nuevas fuentes de energía y la utilización de máquinas eléctricas y modernos sistemas autorregulados de control electrónico, la actividad industrial fue innovándose empujada por la incesante presión ejercida por la revalorización del capital, dando lugar a una masiva producción de bienes de uso estandarizados que dotaban al sistema de grandes excedentes que, a su vez, eran invertidos en la modernización e innovación de los medios de producción y en la introducción de renovadas materias primas para generar nuevos excedentes. De esta manera, con el fortalecimiento y el incremento de las fuerzas productivas, el sistema capitalista fue sembrando la nueva semilla legitimadora del dominio, en base a las repercusiones que el excedente de la producción ejercía paso a paso sobre la vida social. Con la institución del mercado se fueron estableciendo relaciones de intercambio (mercancías, fuerza de trabajo, etc.) con las que se abría un nuevo horizonte donde, a priori, era plausible la justicia de la equivalencia en las relaciones de intercambio. Este principio de reciprocidad es ahora principio de organización del proceso de producción y reproducción social. De ahí, que el dominio político pueda ser, en el nuevo estadio del capitalismo, legitimado desde abajo según la propia estructura del trabajo social y no desde arriba, invocando a la tradición cultural como ocurría en las sociedades tradicionales pre-capitalistas. En el nuevo orden productivo, la legitimación del marco institucional queda ligada de forma inmediata con el sistema del trabajo social. La nueva fuente de legitimación descansa, ahora, en la racionalidad del mercado y en la ideología del justo intercambio.
Otros factores decisivos en el proceso de legitimación del dominio han sido: por un lado, la progresiva intervención de los Estados que fue surgiendo a finales del siglo XIX y fue consolidándose en el XX, cumpliendo funciones reguladoras tendentes a garantizar la estabilidad del sistema y a destruir el marco institucional y subsistemas de acción racional con respecto a fines característicos del liberalismo burgués que imperó durante el período del capitalismo temprano; y por otro lado, el papel desempeñado por la ciencia y la investigación técnica como primera fuerza productiva. Como bien apunta Marcuse, la ciencia y la técnica ahora, en el nuevo marco institucional del capitalismo tardío, cumplen funciones de legitimación del dominio.
La regulación de los procesos económicos introducida por la acción intervencionista de los Estados con el fin de evitar las contradicciones en las que el sistema capitalista estaba incurriendo, basadas en las teorías del intercambio justo y la revalorización del capital en términos de economía privada, no podían ser llevadas a la práctica de otra manera más que con políticas sociales y económicas que lograran estabilizar los ciclos económicos. Por tanto, el marco institucional no tuvo más remedio, como afirma Habermas, que repolitizarse para seguir manteniendo sus condiciones de existencia. Con esta nueva situación, al dejar el sistema de ser autónomo, ya no se daban las condiciones que dieron origen a la crítica de Marx, pues en el nuevo estadio del capitalismo la política se ha emancipado de la base económica que había caracterizado al sistema capitalista liberal. Ahora, con la intervención reguladora del Estado la política recobra su legítimo estatus de estructura dirigente de la base económica de la sociedad.
3. Las consecuencias sociales del progreso tecno-científico: despolitización y tecnocracia
En el nuevo marco institucional, la ideología del libre cambio va a quedar reemplazada por un programa sustitutorio que se centra en las consecuencias sociales, no de la institución del mercado, sino de una actividad estatal que compensa las disfunciones producidas por el libre intercambio: garantía de un mínimo de bienestar, estabilidad en el trabajo, estabilidad de los salarios, seguridad social, promoción personal, etc. Este programa permite conseguir el asentimiento de las masas y la legitimación del dominio en el nuevo marco institucional. En este nuevo modelo de capitalismo intervenido, el objetivo de la política es la prevención de las disfuncionalidades y la evitación de riesgos que pudieran amenazar al sistema, es decir, la nueva política se va a orientar hacia la resolución de cuestiones técnicas resolubles administrativamente, más bien que a la realización de fines prácticos, tal como se orientaba la vieja política liberal. Ahora, la solución de las tareas técnicas ya no está referida a la discusión pública, ya que su eficiencia no descansa en los resultados de un debate público, sino en la puesta en común del conocimiento de los expertos. En este sentido, la nueva política del intervencionismo estatal exige una despolitización de la masa de la población. Y en la medida en que quedan excluidas las cuestiones prácticas, queda también sin funciones la opinión pública política. Ahora bien, el programa sustitutorio legitimador del dominio deja sin cubrir una nueva y decisiva necesidad de legitimación: ¿cómo hacer plausible a las masas su despolitización?. Marcuse respondería: sólo si la ciencia y la técnica adoptan el papel de una nueva ideología.
En este nuevo marco institucional en el que el progreso tecno-científico se ha convertido en la principal fuerza productiva, los intereses sociales ahora son los que determinan la dirección de dicho progreso , respondiendo, en última instancia, al interés último por el mantenimiento del sistema. En el nuevo estadio, es el sistema de distribución de las compensaciones sociales el que asegura el asentimiento de la población, permaneciendo éstas como tales sustraídas a la discusión pública. Como variable independiente de este proceso pretende surgir un progreso cuasi-autónomo determinado por la tecno-ciencia del que, en última instancia, depende el progreso económico. El resultado es una tendencia evolutiva del sistema social determinada por la lógica del progreso tecno-científico donde la fuente de legitimidad procedería de las coacciones materiales concretas a las que ha de ajustarse una política orientada a satisfacer necesidades funcionales. Sólo así se puede explicar cómo las sociedades modernas han perdido la función de una formación democrática de la voluntad política en relación con las cuestiones prácticas, siendo sustituidas por decisiones plebiscitarias de los equipos alternativos de administradores. En este sentido, la tesis de la tecnocracia ha podido penetrar como ideología de fondo en la conciencia de la masa despolitizada de la población, desarrollando su fuerza legitimatoria. El rendimiento de esta ideología, como muy bien apunta Habermas, reside en “disociar la autocomprensión de la sociedad del sistema de referencia de la acción comunicativa y sustituirla por un modelo científico”. La autocomprensión de un mundo social de la vida quedaría sustituida por la autocosificación de la ciudadanía bajo la acción racional con respecto a fines o acción instrumental.
El modelo tecnocrático responde a una reconstrucción planificada de la sociedad, tomada de los sistemas autorregulados de control y dirigida por la acción racional con respecto a fines que absorbe poco a poco a la acción comunicativa en cuanto tal y que impone la lógica inmanente de la evolución técnica a una sociedad en la que el hombre desempeña las funciones de un ser objetivado por el trabajo. La tecnocracia como última etapa de la evolución técnica (irreal en la actualidad, pero cuya tendencia evolutiva se va perfilando en algunas sociedades avanzadas) representaría una distopía a la que tendería una ideología dirigida a la resolución de tareas técnicas y que pondría entre paréntesis las cuestiones prácticas. Las sociedades industriales avanzadas se ven cada día más amedrentadas por las coacciones manipulativas de una administración técnico-operativa que ha erosionado la acción comunicativa frente a la acción racional con respecto a fines, y que se aproximan a un tipo de control del comportamiento dirigido más bien por estímulos externos que por normas. Con este modelo, la diferenciación entre la acción instrumental y la acción comunicativa desaparece, incluso en la conciencia de los hombres. Así, la conciencia tecnocrática despliega su poder con el encubrimiento que produce de esa diferencia.
Como consecuencia de estas tendencias evolutivas, la sociedad capitalista ha cambiado de tal forma, que ya no son aplicables las teorías marxistas de la lucha de clases y de las ideologías. El capitalismo regulado por el Estado, que surge como reacción a las amenazas que representaba para el sistema el antagonismo abierto de las clases, acalla ese conflicto de clases. El capitalismo avanzado está fuertemente determinado por una política de compensaciones que asegura la lealtad de las masas, pasando con ello el conflicto de clases a un estado de latencia. En consecuencia, la conciencia tecnocrática, menos ideológica que las ideologías precedentes, trata de imponerse convirtiendo en fetiche a la ciencia, y resultando ser más irresistible que las ideologías de viejo cuño, ya que con la eliminación de las cuestiones prácticas no solamente justifica el interés parcial de dominio de una determinada clase sobre otra, sino que afecta al interés emancipatorio como tal de la especie humana. La conciencia tecnocrática está basada en una ideología real que se distingue en dos aspectos de las viejas ideologías. Por un lado, la relación de capital, al ir asociada a una forma política de distribución que garantiza la lealtad y al no ser ya fundamento de opresión, se ha instalado como una propiedad del sistema. Ahora, la conciencia tecnocrática se distingue de las antiguas ideologías en que los criterios de justificación los disocia de la organización de convivencia, despolitizando con ello las interacciones y vinculándolos a las funciones del sistema de acción racional con respecto a fines que se supone en cada caso. El núcleo ideológico de esta conciencia es la eliminación de las cuestiones prácticas y su sustitución por la acción instrumental de resolución de problemas en base a los sistemas autonomizados de la acción racional con respecto a fines. La conciencia tecnocrática sustituye el antiguo interés práctico, propio de los modelos pragmáticos precedentes, por la ampliación de nuestro poder de disposición técnica. Por tanto, el desarrollo de las fuerzas productivas (ciencia y técnica) han sido desde el principio el motor de la evolución social, pero en contra de lo que Marx supuso, no siempre representan un potencial de liberación ni provocan movimientos emancipatorios, pues a partir de la dialéctica de la Ilustración la ciencia y la técnica se han convertido ellas mismas en ideologías.
Los cambios producidos en el marco institucional derivados de las nuevas tecnologías, según Marx y Habermas ,(producción, intercambio, defensa, etc.) no son el resultado de una acción planificada, racional con respecto a fines y controlada por el éxito, sino producto de una adaptación pasiva y una evolución espontánea. El propósito de la crítica de Marx era transformar la adaptación pasiva del marco institucional tradicional a las nuevas relaciones de producción del sistema capitalista temprano y poner bajo control el cambio estructural de la sociedad misma. Con ello quedaría superada la tradicional situación de toda la historia transcurrida y quedaría asimismo consumada la autoconstitución de la especie. Sin embargo, esta idea era equívoca, Marx consideró la idea de hacer la historia con voluntad y conciencia dirigiendo los procesos de evolución social, hasta entonces incontrolados, por los caminos de un mundo social de la vida. Pero, sus descendientes ideológicos lo han interpretado no como una tarea práctica, sino como una tarea técnica, intentando poner bajo control a la sociedad de la misma manera que a la naturaleza según el modelo de los sistemas autorregulados de la acción racional con respecto a fines y del comportamiento adaptativo. Y esta intención, por cierto, ha sido compartida, tanto por los tecnócratas de la planificación capitalista como por los tecnócratas de la planificación del socialismo real.
4. Hacia un nuevo proceso de racionalización de la sociedad: pragmatismo y democracia
La línea evolutiva que se perfila con la conciencia tecnocrática apunta hacia una utopía negativa donde el dominio se impone a través de la ciencia y la técnica como ideología. Si bien, en el nivel de los subsistemas de acción racional con respecto a fines, el progreso tecno-científico ha obligado a una racionalización de las instituciones y de determinados ámbitos sociales, el despliegue de las fuerzas productivas sólo podría convertirse en un potencial de liberación si no interviniera en el marco institucional. La racionalización del marco institucional sólo puede realizarse, para evitar la distopía tecnocrática, en el medio de la interacción a través de la acción comunicativa, libre de restricciones e interferencias espúreas. La discusión pública, sin restricciones y sin coacciones, sobre la deseabilidad de los principios orientadores de la acción a la luz de las condiciones del progreso de los subsistemas de acción racional con respecto a fines, es decir, una comunicación de la formación de la voluntad colectiva es el único medio de racionalización verdaderamente humano, pues dotaría a los miembros de la sociedad de oportunidades de una mayor emancipación y de una progresiva individuación. Sólo eligiendo, sin represión, aquello que podemos querer para llevar una existencia en paz y con sentido, nos permitirá un potencial de emancipación superior al que pudiera proporcionar un potencial tecnológicamente avanzado.
¿Cómo podría la capacidad de disposición técnica ser restituida a la esfera del consenso de los ciudadanos que interactúan y discuten entre sí? Marx critica la composición de la producción capitalista en forma de un poder que se ha autonomizado frente a la libertad productora, y la manera de establecer un mundo social de la vida emancipado pasaría por una planificación racional del proceso de producción de bienes de uso. Dicho control sería ejercido democráticamente entre los individuos asociados a través de una burocracia planificadora. Sin embargo, hoy sabemos que esto no es una condición suficiente, ni siquiera necesaria, para el desarrollo de las fuerzas productivas materiales puestas en común, en el goce y libertad de una sociedad emancipada. Pues Marx no contó con las discrepancias que pueden surgir entre el control científico sobre las condiciones materiales de la vida y una formación democrática de la voluntad colectiva. Incluso en un hipotético estadio comunista con un elevado desarrollo de las fuerzas productivas, tal y como erróneamente supone Marx, esto no sería garantía ni tendría por qué implicar necesariamente una emancipación de la sociedad.
Según el modelo tecnocrático, las normas y leyes políticas se verían sustituidas por coacciones dimanantes de las cosas mismas a las que el mismo hombre produce como ciencia y técnica. Sin embargo, esta tesis de la legalidad propia y autónoma del progreso técnico no es aceptable y sólo sirve para encubrir intereses que escapan a la reflexión. Las debilidades del modelo tecnocrático saltan a la vista. Por una parte, este modelo supone que existe una coacción inmanente del progreso técnico que, en realidad, es ficticia y cuya apariencia de autonomización se debe al carácter no reflexivo de los intereses sociales que siguen operando sobre él; y por otra parte, este modelo presupone un continuo de racionalidad en el tratamiento de las cuestiones prácticas y de las cuestiones técnicas, continuum que no puede existir. Sobre los sistemas de valores que guían las decisiones de las cuestiones prácticas en aras de la emancipación no pueden establecerse enunciados vinculantes procedentes de las investigaciones que amplían nuestro poder de disposición técnica. Las cuestiones prácticas no pueden responderse con tecnologías y estrategias. En realidad la aparente coacción de la lógica de las cosas sigue siendo política y sólo política.
Por tanto, ni puede aceptarse la suposición optimista de Marx de una convergencia de técnica y democracia, ni tampoco la afirmación pesimista de que la democracia es excluida por la técnica. La pregunta que Habermas formuló en la década de los sesenta sigue aún vigente “¿Cómo emprender, pues, la tentativa de poner bajo control las relaciones espontáneas entre el progreso técnico y el mundo social de la vida, en unas sociedades altamente industrializadas donde cada día irrumpen nuevas oleadas de potencial técnico en la práctica social cogiéndola desprevenida?” La respuesta se vislumbra en la necesidad, cada día más perentoria, de una mediación entre el progreso técnico y la práctica de la vida en las modernas sociedades industriales, pues la especie humana se ve desafiada por las consecuencias socioculturales no planificadas del progreso técnico mismo. Las graves consecuencias que pueden desprenderse del progresivo calentamiento global del planeta y del agotamiento de los recursos energéticos como consecuencia de un progreso tecnológico incontrolado son claros ejemplos de la actual disociación existente entre el potencial técnico y el mundo social de la vida. A este desafío de la técnica no podemos hacerle frente únicamente con la técnica. Es necesario poner en marcha una discusión políticamente eficaz que logre racionalmente vincular el potencial de saber y poder técnicos con nuestro saber y querer prácticos, y de esta manera los agentes políticos podrían juzgar en términos prácticos sobre la dirección en la que quieren desarrollar su saber técnico futuro. Esta dialéctica de poder y voluntad, que hoy se realiza de forma no reflexiva al servicio de intereses espúreos, tomada con conciencia política podría tomar las riendas de la mediación entre el progreso técnico y la práctica de la vida social. Sólo mediante una formación política de la voluntad colectiva, ligada a una discusión general, podría domeñar a la irracionalidad del dominio basado en el poder de disposición técnica libre de control.
La investigación tecnológica y estratégica puesta al servicio de la política y la toma de decisiones tira por tierra al modelo decisionista, que mantenía una separación estricta entre cuestiones de valor e interpretaciones de la vida por un lado y las coacciones impuestas por la lógica de las cosas mismas, por otro. En realidad se da una relación de interdependencia entre los valores que nacen de la trama de intereses, por un lado, y las técnicas que pueden ser utilizadas para la satisfacción de las necesidades interpretadas a la luz de esos valores, por otro lado, según el modelo pragmatista de Dewey. Así, en el modelo pragmático , la separación estricta entre las funciones del experto y las del político se ve sustituida por una interrelación crítica. Ni el especialista se ha convertido en soberano frente a unos políticos que estarían sometidos a las coacciones impuestas por la lógica de las cosas mismas y sólo tomarían decisiones ficticias, como supone el modelo tecnocrático; ni los políticos toman las decisiones prácticas por medio de puros actos de voluntad, como supone el modelo decisionista; sino que, más bien, parece posible y necesaria una comunicación recíproca entre los expertos y los políticos, de forma que por un lado los científicos asesoren a los políticos y, por otro, éstos hagan encargos a aquéllos para atender a las necesidades de la práctica. Entre estos modelos, sólo el modelo pragmatista está referido de forma necesaria a la democracia. El modelo decisionista sólo puede servir para la legitimación de los grupos de líderes, pues las decisiones serían puros actos de la voluntad sustraídos a la discusión pública como preconiza la sociología política de Schumpeter, según la cual el proceso de formación democrática de la voluntad colectiva se reduce a un proceso regulado de aclamación de las élites llamadas a alternar en el poder. Pero, en este modelo, si bien puede ser legitimado el dominio, éste no puede ser racionalizado como tal, quedando, por tanto, intacta su sustancia irracional. Por el contrario, es esa pretensión de racionalización integral la que presenta el modelo tecnocrático de la política cientifizada, pero con el inconveniente de que socava los cimientos de la democracia, pues la administración tecnocrática de la sociedad industrial convierte en superflua a la formación democrática de la voluntad colectiva.
Frente a estas disfunciones, el modelo pragmatista preconiza una traducción con éxito de las recomendaciones técnicas y estratégicas a la práctica que se ven remitidas a la esfera de la opinión pública política. Pues la comunicación entre especialistas y políticos, que determina la dirección del progreso técnico a partir de la autocomprensión de las necesidades prácticas, tiene efectivamente que conectar con los intereses sociales y las orientaciones de valores de un mundo social de la vida ya dado, a través de una comunicación democrática, libre de obstáculos, e institucionalizadas en la forma de discusiones públicas entre los ciudadanos , teniendo así en cuenta a la opinión pública. El proceso de cientifización de la política, con la integración del saber técnico en la autocomprensión hermenéutica de una situación dada, sólo sería eficiente cuando se ofrecieran las garantías de un proceso de ilustración de la voluntad política en el seno de una comunicación libre de dominio. Sin embargo, en la actualidad no se dan las condiciones empíricas para la aplicación del modelo pragmatista, pues la despolitización de la masa de la población y el desmoronamiento de la esfera de la opinión pública política son elementos integrantes de un sistema de dominio que tiende a eliminar de la discusión pública a las cuestiones prácticas. Con el ejercicio burocrático del poder se busca el asentimiento de una población, totalmente mediatizada por las coacciones impuestas por una información sesgada procedente de los mismos centros de poder. No obstante, incluso con un público politizado, el abastecimiento de informaciones científicas relevantes no sería asunto sencillo, pues existen instancias que obstaculizan este proceso (secreto militar, burocracia administrativa, electoralismo partidista, coacciones interesadas, etc.).
En resumen, una sociedad cientifizada sólo puede constituirse como sociedad emancipada mediante el modelo pragmático en la medida en que la ciencia y la técnica estuvieran mediadas democráticamente a través de la política del mundo social de la vida. Sin un proceso de ilustración de la voluntad política resulta inviable la toma de decisiones por la conciencia pragmática y daría lugar a una práctica decisionista irracional en la que las decisiones serían puros actos de la voluntad, o bien a una práctica tecnocrática en la que las decisiones dejarían de ser políticas y estarían únicamente dirigidas por las coacciones de la lógica inmanente de las cosas mismas, resultando así también una práctica irracional y alienada.
5. Formación de la voluntad política transnacional en un mundo globalizado
Llegados a este punto sólo queda plantearnos las siguientes cuestiones: ¿cómo hacer posible el proceso de ilustración de la voluntad política necesario para la puesta en marcha de una praxis coherente con la conciencia pragmática en un mundo de la vida cada vez más globalizado y en el que la interdependencia de los mercados internacionales ha generado la deslocalización de la toma de decisiones más allá de los Estados nacionales?,¿cómo lograr institucionalizar un procedimiento de formación de la voluntad política transnacional que incentive a los agentes políticos a la formación de un gobierno global que asegure la obligación de las decisiones políticas? Pues, un orden económico mundial donde el mercado es reglamentado por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional necesita también de un Estado transnacional que pueda regular el tráfico internacional de los mercados ante consecuencias indeseables de tipo ecológico, económico y social, (como por ejemplo, la actual crisis económica internacional originada por el descontrol y la ausencia de regulación de los mercados financieros internacionales). En efecto, ante la presión exagerada que ejerce la globalización de la economía sobre el Estado nacional se impone, como afirma Habermas, “ la transferencia a instancias supranacionales de las funciones que los Estados sociales tienen en el marco nacional” para que estas instancias se hagan cargo de funciones normativas determinantes en las esferas de la economía, la seguridad social y la ecología. Sin embargo, aún no se ha articulado ningún proyecto político que sea capaz de dar respuestas a los problemas derivados de la globalización económica, pese a las buenas intenciones expresadas por los líderes de la cumbre del G-20 reunidos en Londres el 2 de abril de 2009, los cuales son conscientes de la necesidad de establecer una regulación mundial de los mercados a través de instituciones globales con poder de decisión que den lugar a un capitalismo prudente e igualitario. El punto 3 del documento de la cumbre es taxativo: ”Partimos de la creencia de que la prosperidad es indivisible; de que el crecimiento, para que sea constante, tiene que ser compartido; y de que nuestro plan global para la recuperación debe centrarse en las necesidades y los puestos de trabajo de las familias que trabajan con ahínco, no sólo en los países desarrollados, sino también en los mercados incipientes y en los países más pobres del mundo; y debe reflejar los intereses no sólo de la población actual, sino también de las generaciones futuras. Creemos que el único cimiento sólido para una globalización sostenible y una prosperidad creciente para todos es una economía mundial abierta basada en los principios de mercado, en una regulación eficaz y en instituciones globales fuertes”. La intervención del presidente de EE.UU. Barack Obama en la pasada cumbre del G-20 puede dar lugar, si el programa no se queda sólo en la expresión de buenas intenciones, a un acto de refundación del sistema capitalista sobre criterios de mayor control por parte de las instancias gubernamentales y de mayor justicia distributiva. Las nuevas tendencias, por tanto, parece que tiran por tierra las políticas neoliberales dando lugar a un proceso de reconstrucción del capitalismo con valores bastante diferentes a los de la ciega fe en un mercado libre de restricciones.
Ahora bien, este proyecto político transnacional, necesario para la regulación del sistema capitalista con el fin de evitar las disfunciones indeseables a las que pudiera dar lugar una economía globalizada, debería legitimarse desde los intereses reales de los Estados y de su ciudadanía, y llevarse a cabo por fuerzas políticas independientes a través de la institucionalización de un procedimiento de formación de la voluntad política transnacional que medie la formación de un gobierno global según sus preferencias y sus puntos de vista. Sin embargo, las dificultades son evidentes: debido a la existencia de una interdependencia asimétrica entre los países desarrollados, en vías de desarrollo y subdesarrollados, la sociedad global se presenta estratificada, con intereses dispares y contradicciones irreconciliables, resultantes de las desigualdades generadas por el propio sistema capitalista internacional. Por tanto, ahora la necesidad de un gobierno global es más perentoria que nunca para dar solución a los nuevos problemas y corregir las anomalías del sistema global. Ahora bien , el gobierno global sólo es posible desde la cooperación de una comunidad de Estados cosmopolita. Y esta comunidad sólo es posible si se produce un cambio en la conciencia de la ciudadanía. En efecto, sólo bajo la presión de un cambio en la conciencia de los ciudadanos por una conciencia solidaria en la política interior, podrán los políticos tomar conciencia de entenderse a sí mismos como miembros de una comunidad global que sólo tiene una alternativa: la cooperación con los otros miembros de la comunidad internacional y el establecimiento de un marco de consenso donde los diferentes intereses queden conciliados. Por esta razón, como afirma Habermas, “los primeros destinatarios de este proyecto no pueden ser los gobiernos, sino los movimientos sociales y las organizaciones no gubernamentales, es decir, los miembros activos de una sociedad civil que transciende las fronteras nacionales”. Por último, debemos reconocer que la institucionalización de los procedimientos para conciliar intereses, su universalización y la construcción de intereses comunes debería llevarse a cabo, no bajo la forma de un Estado universal (pues nadie desea esto), sino contando con la propia independencia de los Estados nacionales, con su voluntad y cohesión, para que la globalización de los mercados pueda ser reglamentada por las instancias políticas en un marco de solidaridad civil universal.
Lecturas recomendadas:
Max Weber: - Economía y Sociedad.
Herbert Marcuse: - El hombre unidimensional.
Jürgen Habermas: - Ciencia y Técnica como ”ideología”.
- Problemas de legitimación en el capitalismo tardío.
- Más allá del Estado nacional.
1. El proceso de racionalización de la sociedad en el mundo capitalista
Siguiendo la tradición iniciada por Max Weber, nos vamos a centrar en el concepto de racionalización con el objetivo de dilucidar en torno a la actividad económica capitalista con todo el conjunto de relaciones sociales que dicha actividad conlleva. El concepto de racionalidad consiste en la aplicación de los, denominados por Habermas, criterios de acción instrumental o acción racional con respecto a fines que afectarían a la planificación de los medios utilizados por un sistema social moderno, no sólo en la organización del proceso productivo de sus sociedades cuyos fines responderían a una incesante ampliación de las fuerzas productivas originadas por la masiva cientifización y tecnificación de la producción que ha surgido en el siglo XX, sino que, también afectaría al resto de los ámbitos de la vida social en su conjunto. Esta progresiva “racionalización” depende, en primera instancia, de la institucionalización del progreso tecno-científico, que ha hecho posible la transformación de las viejas instituciones del capitalismo temprano del siglo XIX y, en última instancia, del total socavamiento de los residuos, que aún pudieran colear, de las antiguas legitimaciones pre-capitalistas. Si bien, este proceso de racionalización implica la existencia de unas condiciones de dominio, tal como señalaba Herbert Marcuse en los años sesenta, este dominio, en las actuales condiciones de progreso, ha perdido en la conciencia colectiva el carácter explotador y opresor que le era inherente en las sociedades del capitalismo temprano, propias del siglo XIX y primera mitad del XX. Este dominio se torna “racional” en las sociedades capitalistas avanzadas tratando de mantener un sistema que se convierte en fundamento de su propia legitimación a través del incremento de las fuerzas productivas aportadas por el progreso científico-técnico. Esta intensificación de fuerzas, institucionalizada por el progreso, ha creado un inmenso aparato de producción y distribución que hoy proporciona a la ciudadanía, en general, una vida más confortable y un mayor grado de bienestar. En consecuencia, se origina un cercenamiento en las instancias críticas dirigidas hacia las relaciones de producción, pues el capitalismo avanzado presenta estas relaciones como relaciones racionalizadas bajo un criterio apologético en el que éstas se justifican desde un marco institucional que se presenta a la ciudadanía como un elemento funcionalmente imprescindible, no sólo para la supervivencia de los individuos en un determinado momento, sino también para la pervivencia de las sociedades occidentales y el desarrollo de futuras sociedades emergentes. Por tanto, en la actual etapa del desarrollo tecno-científico las fuerzas productivas se han convertido en los puntales de la legitimación del sistema capitalista avanzado.
Jürgen Habermas, en la década de los sesenta, ya intentó reformular el concepto de racionalización de Max Weber en un marco de referencia distinto, adoptando como punto de partida la distinción entre trabajo e interacción. Por trabajo o acción racional con respecto a fines, entiende Habermas, una combinación de acción instrumental y acción racional. La acción instrumental se orienta por reglas técnicas que descansan sobre el saber empírico, sujeto a pronósticos sobre sucesos observables que pueden ser verdaderos o falsos. La acción racional, sin embargo, se orienta por estrategias que descansan en un saber analítico, sujeto a deducciones de reglas de preferencias (reglas traducidas en sistemas de valores) y máximas generales, que pueden estar bien deducidas o mal deducidas. La acción racional con respecto a fines, por tanto, va a utilizar reglas técnicas aportadas por el conocimiento empírico (acción instrumental) y timoneadas por un proceso de análisis deductivo (acción racional) para realizar fines definidos bajo condiciones dadas. Pero, en el desarrollo de este proceso, mientras la acción instrumental organiza medios ( adecuados o inadecuados, según criterios de un control eficiente de la realidad), la acción racional o estratégica solamente va a depender de la valoración correcta de las alternativas de comportamiento posible en función de un sistema de valores dado.
Por interacción o acción comunicativa, entiende Habermas, una interacción lingüística simbólicamente mediada, que se orienta por normas intersubjetivamente aceptadas por una comunidad. Mientras que la validez del trabajo o acción racional con respecto a fines depende de la validez de enunciados empíricamente verdaderos o analíticamente correctos, la validez de la interacción o acción comunicativa depende de la intersubjetividad de un acuerdo sobre intenciones que los agentes implicados establecen y sólo viene asegurada por el reconocimiento general de las obligaciones establecidas por la comunidad. He aquí, la diferencia entre las reglas técnicas y las normas sociales. En base a estos dos tipos de acción, Habermas distingue a los sistemas sociales según predomine en ellos la acción racional con respecto a fines o, por el contrario, la interacción. El marco institucional de una sociedad se compone de normas que dirigen las interacciones lingüísticamente mediadas, pero existen subsistemas ( tales como el sistema económico, el sistema político, el sistema de organización estatal, etc) en los que se ha institucionalizado la acción racional con respecto a fines. En el lado opuesto (la familia, la educación, las amistades, el parentesco, algunas organizaciones sociales no racionalizadas, etc.) predominan las reglas morales de interacción. Habermas va a distinguir entre el marco institucional de una sociedad de los subsistemas de acción racional con respecto a fines, y en la medida en que las acciones vienen determinadas por ambas partes, éstas se van a entrelazar unas con otras para determinar la acción política y social.
2. La legitimación del dominio en el capitalismo avanzado
Las sociedades modernas actuales están asentadas sobre la base de la división del trabajo social que hace posible la obtención de un excedente en el sistema productivo que se encuentra por encima de la satisfacción de las necesidades inmediatas y elementales, y deben su existencia a un incremento del bienestar general de la sociedad que, a su vez, hace sombra al problema de la distribución desigual, y sin embargo, legítima (según los criterios de la razón instrumental) de la riqueza y del trabajo. Con la introducción del sistema de producción capitalista, que asegura un crecimiento de la producción a largo plazo, queda institucionalizada la introducción de nuevas tecnologías y nuevas estrategias, es decir, queda institucionalizada la innovación en cuanto tal. El capitalismo, en sus inicios, dio lugar a la actividad industrial con la explotación del carbón como fuente energía y la masiva utilización de la máquina de vapor. Estos elementos, junto al capital y la fuerza de trabajo, originaron un acelerado crecimiento económico autorregulado. Después, en el nuevo estadio del capitalismo avanzado, con la explotación de nuevas fuentes de energía y la utilización de máquinas eléctricas y modernos sistemas autorregulados de control electrónico, la actividad industrial fue innovándose empujada por la incesante presión ejercida por la revalorización del capital, dando lugar a una masiva producción de bienes de uso estandarizados que dotaban al sistema de grandes excedentes que, a su vez, eran invertidos en la modernización e innovación de los medios de producción y en la introducción de renovadas materias primas para generar nuevos excedentes. De esta manera, con el fortalecimiento y el incremento de las fuerzas productivas, el sistema capitalista fue sembrando la nueva semilla legitimadora del dominio, en base a las repercusiones que el excedente de la producción ejercía paso a paso sobre la vida social. Con la institución del mercado se fueron estableciendo relaciones de intercambio (mercancías, fuerza de trabajo, etc.) con las que se abría un nuevo horizonte donde, a priori, era plausible la justicia de la equivalencia en las relaciones de intercambio. Este principio de reciprocidad es ahora principio de organización del proceso de producción y reproducción social. De ahí, que el dominio político pueda ser, en el nuevo estadio del capitalismo, legitimado desde abajo según la propia estructura del trabajo social y no desde arriba, invocando a la tradición cultural como ocurría en las sociedades tradicionales pre-capitalistas. En el nuevo orden productivo, la legitimación del marco institucional queda ligada de forma inmediata con el sistema del trabajo social. La nueva fuente de legitimación descansa, ahora, en la racionalidad del mercado y en la ideología del justo intercambio.
Otros factores decisivos en el proceso de legitimación del dominio han sido: por un lado, la progresiva intervención de los Estados que fue surgiendo a finales del siglo XIX y fue consolidándose en el XX, cumpliendo funciones reguladoras tendentes a garantizar la estabilidad del sistema y a destruir el marco institucional y subsistemas de acción racional con respecto a fines característicos del liberalismo burgués que imperó durante el período del capitalismo temprano; y por otro lado, el papel desempeñado por la ciencia y la investigación técnica como primera fuerza productiva. Como bien apunta Marcuse, la ciencia y la técnica ahora, en el nuevo marco institucional del capitalismo tardío, cumplen funciones de legitimación del dominio.
La regulación de los procesos económicos introducida por la acción intervencionista de los Estados con el fin de evitar las contradicciones en las que el sistema capitalista estaba incurriendo, basadas en las teorías del intercambio justo y la revalorización del capital en términos de economía privada, no podían ser llevadas a la práctica de otra manera más que con políticas sociales y económicas que lograran estabilizar los ciclos económicos. Por tanto, el marco institucional no tuvo más remedio, como afirma Habermas, que repolitizarse para seguir manteniendo sus condiciones de existencia. Con esta nueva situación, al dejar el sistema de ser autónomo, ya no se daban las condiciones que dieron origen a la crítica de Marx, pues en el nuevo estadio del capitalismo la política se ha emancipado de la base económica que había caracterizado al sistema capitalista liberal. Ahora, con la intervención reguladora del Estado la política recobra su legítimo estatus de estructura dirigente de la base económica de la sociedad.
3. Las consecuencias sociales del progreso tecno-científico: despolitización y tecnocracia
En el nuevo marco institucional, la ideología del libre cambio va a quedar reemplazada por un programa sustitutorio que se centra en las consecuencias sociales, no de la institución del mercado, sino de una actividad estatal que compensa las disfunciones producidas por el libre intercambio: garantía de un mínimo de bienestar, estabilidad en el trabajo, estabilidad de los salarios, seguridad social, promoción personal, etc. Este programa permite conseguir el asentimiento de las masas y la legitimación del dominio en el nuevo marco institucional. En este nuevo modelo de capitalismo intervenido, el objetivo de la política es la prevención de las disfuncionalidades y la evitación de riesgos que pudieran amenazar al sistema, es decir, la nueva política se va a orientar hacia la resolución de cuestiones técnicas resolubles administrativamente, más bien que a la realización de fines prácticos, tal como se orientaba la vieja política liberal. Ahora, la solución de las tareas técnicas ya no está referida a la discusión pública, ya que su eficiencia no descansa en los resultados de un debate público, sino en la puesta en común del conocimiento de los expertos. En este sentido, la nueva política del intervencionismo estatal exige una despolitización de la masa de la población. Y en la medida en que quedan excluidas las cuestiones prácticas, queda también sin funciones la opinión pública política. Ahora bien, el programa sustitutorio legitimador del dominio deja sin cubrir una nueva y decisiva necesidad de legitimación: ¿cómo hacer plausible a las masas su despolitización?. Marcuse respondería: sólo si la ciencia y la técnica adoptan el papel de una nueva ideología.
En este nuevo marco institucional en el que el progreso tecno-científico se ha convertido en la principal fuerza productiva, los intereses sociales ahora son los que determinan la dirección de dicho progreso , respondiendo, en última instancia, al interés último por el mantenimiento del sistema. En el nuevo estadio, es el sistema de distribución de las compensaciones sociales el que asegura el asentimiento de la población, permaneciendo éstas como tales sustraídas a la discusión pública. Como variable independiente de este proceso pretende surgir un progreso cuasi-autónomo determinado por la tecno-ciencia del que, en última instancia, depende el progreso económico. El resultado es una tendencia evolutiva del sistema social determinada por la lógica del progreso tecno-científico donde la fuente de legitimidad procedería de las coacciones materiales concretas a las que ha de ajustarse una política orientada a satisfacer necesidades funcionales. Sólo así se puede explicar cómo las sociedades modernas han perdido la función de una formación democrática de la voluntad política en relación con las cuestiones prácticas, siendo sustituidas por decisiones plebiscitarias de los equipos alternativos de administradores. En este sentido, la tesis de la tecnocracia ha podido penetrar como ideología de fondo en la conciencia de la masa despolitizada de la población, desarrollando su fuerza legitimatoria. El rendimiento de esta ideología, como muy bien apunta Habermas, reside en “disociar la autocomprensión de la sociedad del sistema de referencia de la acción comunicativa y sustituirla por un modelo científico”. La autocomprensión de un mundo social de la vida quedaría sustituida por la autocosificación de la ciudadanía bajo la acción racional con respecto a fines o acción instrumental.
El modelo tecnocrático responde a una reconstrucción planificada de la sociedad, tomada de los sistemas autorregulados de control y dirigida por la acción racional con respecto a fines que absorbe poco a poco a la acción comunicativa en cuanto tal y que impone la lógica inmanente de la evolución técnica a una sociedad en la que el hombre desempeña las funciones de un ser objetivado por el trabajo. La tecnocracia como última etapa de la evolución técnica (irreal en la actualidad, pero cuya tendencia evolutiva se va perfilando en algunas sociedades avanzadas) representaría una distopía a la que tendería una ideología dirigida a la resolución de tareas técnicas y que pondría entre paréntesis las cuestiones prácticas. Las sociedades industriales avanzadas se ven cada día más amedrentadas por las coacciones manipulativas de una administración técnico-operativa que ha erosionado la acción comunicativa frente a la acción racional con respecto a fines, y que se aproximan a un tipo de control del comportamiento dirigido más bien por estímulos externos que por normas. Con este modelo, la diferenciación entre la acción instrumental y la acción comunicativa desaparece, incluso en la conciencia de los hombres. Así, la conciencia tecnocrática despliega su poder con el encubrimiento que produce de esa diferencia.
Como consecuencia de estas tendencias evolutivas, la sociedad capitalista ha cambiado de tal forma, que ya no son aplicables las teorías marxistas de la lucha de clases y de las ideologías. El capitalismo regulado por el Estado, que surge como reacción a las amenazas que representaba para el sistema el antagonismo abierto de las clases, acalla ese conflicto de clases. El capitalismo avanzado está fuertemente determinado por una política de compensaciones que asegura la lealtad de las masas, pasando con ello el conflicto de clases a un estado de latencia. En consecuencia, la conciencia tecnocrática, menos ideológica que las ideologías precedentes, trata de imponerse convirtiendo en fetiche a la ciencia, y resultando ser más irresistible que las ideologías de viejo cuño, ya que con la eliminación de las cuestiones prácticas no solamente justifica el interés parcial de dominio de una determinada clase sobre otra, sino que afecta al interés emancipatorio como tal de la especie humana. La conciencia tecnocrática está basada en una ideología real que se distingue en dos aspectos de las viejas ideologías. Por un lado, la relación de capital, al ir asociada a una forma política de distribución que garantiza la lealtad y al no ser ya fundamento de opresión, se ha instalado como una propiedad del sistema. Ahora, la conciencia tecnocrática se distingue de las antiguas ideologías en que los criterios de justificación los disocia de la organización de convivencia, despolitizando con ello las interacciones y vinculándolos a las funciones del sistema de acción racional con respecto a fines que se supone en cada caso. El núcleo ideológico de esta conciencia es la eliminación de las cuestiones prácticas y su sustitución por la acción instrumental de resolución de problemas en base a los sistemas autonomizados de la acción racional con respecto a fines. La conciencia tecnocrática sustituye el antiguo interés práctico, propio de los modelos pragmáticos precedentes, por la ampliación de nuestro poder de disposición técnica. Por tanto, el desarrollo de las fuerzas productivas (ciencia y técnica) han sido desde el principio el motor de la evolución social, pero en contra de lo que Marx supuso, no siempre representan un potencial de liberación ni provocan movimientos emancipatorios, pues a partir de la dialéctica de la Ilustración la ciencia y la técnica se han convertido ellas mismas en ideologías.
Los cambios producidos en el marco institucional derivados de las nuevas tecnologías, según Marx y Habermas ,(producción, intercambio, defensa, etc.) no son el resultado de una acción planificada, racional con respecto a fines y controlada por el éxito, sino producto de una adaptación pasiva y una evolución espontánea. El propósito de la crítica de Marx era transformar la adaptación pasiva del marco institucional tradicional a las nuevas relaciones de producción del sistema capitalista temprano y poner bajo control el cambio estructural de la sociedad misma. Con ello quedaría superada la tradicional situación de toda la historia transcurrida y quedaría asimismo consumada la autoconstitución de la especie. Sin embargo, esta idea era equívoca, Marx consideró la idea de hacer la historia con voluntad y conciencia dirigiendo los procesos de evolución social, hasta entonces incontrolados, por los caminos de un mundo social de la vida. Pero, sus descendientes ideológicos lo han interpretado no como una tarea práctica, sino como una tarea técnica, intentando poner bajo control a la sociedad de la misma manera que a la naturaleza según el modelo de los sistemas autorregulados de la acción racional con respecto a fines y del comportamiento adaptativo. Y esta intención, por cierto, ha sido compartida, tanto por los tecnócratas de la planificación capitalista como por los tecnócratas de la planificación del socialismo real.
4. Hacia un nuevo proceso de racionalización de la sociedad: pragmatismo y democracia
La línea evolutiva que se perfila con la conciencia tecnocrática apunta hacia una utopía negativa donde el dominio se impone a través de la ciencia y la técnica como ideología. Si bien, en el nivel de los subsistemas de acción racional con respecto a fines, el progreso tecno-científico ha obligado a una racionalización de las instituciones y de determinados ámbitos sociales, el despliegue de las fuerzas productivas sólo podría convertirse en un potencial de liberación si no interviniera en el marco institucional. La racionalización del marco institucional sólo puede realizarse, para evitar la distopía tecnocrática, en el medio de la interacción a través de la acción comunicativa, libre de restricciones e interferencias espúreas. La discusión pública, sin restricciones y sin coacciones, sobre la deseabilidad de los principios orientadores de la acción a la luz de las condiciones del progreso de los subsistemas de acción racional con respecto a fines, es decir, una comunicación de la formación de la voluntad colectiva es el único medio de racionalización verdaderamente humano, pues dotaría a los miembros de la sociedad de oportunidades de una mayor emancipación y de una progresiva individuación. Sólo eligiendo, sin represión, aquello que podemos querer para llevar una existencia en paz y con sentido, nos permitirá un potencial de emancipación superior al que pudiera proporcionar un potencial tecnológicamente avanzado.
¿Cómo podría la capacidad de disposición técnica ser restituida a la esfera del consenso de los ciudadanos que interactúan y discuten entre sí? Marx critica la composición de la producción capitalista en forma de un poder que se ha autonomizado frente a la libertad productora, y la manera de establecer un mundo social de la vida emancipado pasaría por una planificación racional del proceso de producción de bienes de uso. Dicho control sería ejercido democráticamente entre los individuos asociados a través de una burocracia planificadora. Sin embargo, hoy sabemos que esto no es una condición suficiente, ni siquiera necesaria, para el desarrollo de las fuerzas productivas materiales puestas en común, en el goce y libertad de una sociedad emancipada. Pues Marx no contó con las discrepancias que pueden surgir entre el control científico sobre las condiciones materiales de la vida y una formación democrática de la voluntad colectiva. Incluso en un hipotético estadio comunista con un elevado desarrollo de las fuerzas productivas, tal y como erróneamente supone Marx, esto no sería garantía ni tendría por qué implicar necesariamente una emancipación de la sociedad.
Según el modelo tecnocrático, las normas y leyes políticas se verían sustituidas por coacciones dimanantes de las cosas mismas a las que el mismo hombre produce como ciencia y técnica. Sin embargo, esta tesis de la legalidad propia y autónoma del progreso técnico no es aceptable y sólo sirve para encubrir intereses que escapan a la reflexión. Las debilidades del modelo tecnocrático saltan a la vista. Por una parte, este modelo supone que existe una coacción inmanente del progreso técnico que, en realidad, es ficticia y cuya apariencia de autonomización se debe al carácter no reflexivo de los intereses sociales que siguen operando sobre él; y por otra parte, este modelo presupone un continuo de racionalidad en el tratamiento de las cuestiones prácticas y de las cuestiones técnicas, continuum que no puede existir. Sobre los sistemas de valores que guían las decisiones de las cuestiones prácticas en aras de la emancipación no pueden establecerse enunciados vinculantes procedentes de las investigaciones que amplían nuestro poder de disposición técnica. Las cuestiones prácticas no pueden responderse con tecnologías y estrategias. En realidad la aparente coacción de la lógica de las cosas sigue siendo política y sólo política.
Por tanto, ni puede aceptarse la suposición optimista de Marx de una convergencia de técnica y democracia, ni tampoco la afirmación pesimista de que la democracia es excluida por la técnica. La pregunta que Habermas formuló en la década de los sesenta sigue aún vigente “¿Cómo emprender, pues, la tentativa de poner bajo control las relaciones espontáneas entre el progreso técnico y el mundo social de la vida, en unas sociedades altamente industrializadas donde cada día irrumpen nuevas oleadas de potencial técnico en la práctica social cogiéndola desprevenida?” La respuesta se vislumbra en la necesidad, cada día más perentoria, de una mediación entre el progreso técnico y la práctica de la vida en las modernas sociedades industriales, pues la especie humana se ve desafiada por las consecuencias socioculturales no planificadas del progreso técnico mismo. Las graves consecuencias que pueden desprenderse del progresivo calentamiento global del planeta y del agotamiento de los recursos energéticos como consecuencia de un progreso tecnológico incontrolado son claros ejemplos de la actual disociación existente entre el potencial técnico y el mundo social de la vida. A este desafío de la técnica no podemos hacerle frente únicamente con la técnica. Es necesario poner en marcha una discusión políticamente eficaz que logre racionalmente vincular el potencial de saber y poder técnicos con nuestro saber y querer prácticos, y de esta manera los agentes políticos podrían juzgar en términos prácticos sobre la dirección en la que quieren desarrollar su saber técnico futuro. Esta dialéctica de poder y voluntad, que hoy se realiza de forma no reflexiva al servicio de intereses espúreos, tomada con conciencia política podría tomar las riendas de la mediación entre el progreso técnico y la práctica de la vida social. Sólo mediante una formación política de la voluntad colectiva, ligada a una discusión general, podría domeñar a la irracionalidad del dominio basado en el poder de disposición técnica libre de control.
La investigación tecnológica y estratégica puesta al servicio de la política y la toma de decisiones tira por tierra al modelo decisionista, que mantenía una separación estricta entre cuestiones de valor e interpretaciones de la vida por un lado y las coacciones impuestas por la lógica de las cosas mismas, por otro. En realidad se da una relación de interdependencia entre los valores que nacen de la trama de intereses, por un lado, y las técnicas que pueden ser utilizadas para la satisfacción de las necesidades interpretadas a la luz de esos valores, por otro lado, según el modelo pragmatista de Dewey. Así, en el modelo pragmático , la separación estricta entre las funciones del experto y las del político se ve sustituida por una interrelación crítica. Ni el especialista se ha convertido en soberano frente a unos políticos que estarían sometidos a las coacciones impuestas por la lógica de las cosas mismas y sólo tomarían decisiones ficticias, como supone el modelo tecnocrático; ni los políticos toman las decisiones prácticas por medio de puros actos de voluntad, como supone el modelo decisionista; sino que, más bien, parece posible y necesaria una comunicación recíproca entre los expertos y los políticos, de forma que por un lado los científicos asesoren a los políticos y, por otro, éstos hagan encargos a aquéllos para atender a las necesidades de la práctica. Entre estos modelos, sólo el modelo pragmatista está referido de forma necesaria a la democracia. El modelo decisionista sólo puede servir para la legitimación de los grupos de líderes, pues las decisiones serían puros actos de la voluntad sustraídos a la discusión pública como preconiza la sociología política de Schumpeter, según la cual el proceso de formación democrática de la voluntad colectiva se reduce a un proceso regulado de aclamación de las élites llamadas a alternar en el poder. Pero, en este modelo, si bien puede ser legitimado el dominio, éste no puede ser racionalizado como tal, quedando, por tanto, intacta su sustancia irracional. Por el contrario, es esa pretensión de racionalización integral la que presenta el modelo tecnocrático de la política cientifizada, pero con el inconveniente de que socava los cimientos de la democracia, pues la administración tecnocrática de la sociedad industrial convierte en superflua a la formación democrática de la voluntad colectiva.
Frente a estas disfunciones, el modelo pragmatista preconiza una traducción con éxito de las recomendaciones técnicas y estratégicas a la práctica que se ven remitidas a la esfera de la opinión pública política. Pues la comunicación entre especialistas y políticos, que determina la dirección del progreso técnico a partir de la autocomprensión de las necesidades prácticas, tiene efectivamente que conectar con los intereses sociales y las orientaciones de valores de un mundo social de la vida ya dado, a través de una comunicación democrática, libre de obstáculos, e institucionalizadas en la forma de discusiones públicas entre los ciudadanos , teniendo así en cuenta a la opinión pública. El proceso de cientifización de la política, con la integración del saber técnico en la autocomprensión hermenéutica de una situación dada, sólo sería eficiente cuando se ofrecieran las garantías de un proceso de ilustración de la voluntad política en el seno de una comunicación libre de dominio. Sin embargo, en la actualidad no se dan las condiciones empíricas para la aplicación del modelo pragmatista, pues la despolitización de la masa de la población y el desmoronamiento de la esfera de la opinión pública política son elementos integrantes de un sistema de dominio que tiende a eliminar de la discusión pública a las cuestiones prácticas. Con el ejercicio burocrático del poder se busca el asentimiento de una población, totalmente mediatizada por las coacciones impuestas por una información sesgada procedente de los mismos centros de poder. No obstante, incluso con un público politizado, el abastecimiento de informaciones científicas relevantes no sería asunto sencillo, pues existen instancias que obstaculizan este proceso (secreto militar, burocracia administrativa, electoralismo partidista, coacciones interesadas, etc.).
En resumen, una sociedad cientifizada sólo puede constituirse como sociedad emancipada mediante el modelo pragmático en la medida en que la ciencia y la técnica estuvieran mediadas democráticamente a través de la política del mundo social de la vida. Sin un proceso de ilustración de la voluntad política resulta inviable la toma de decisiones por la conciencia pragmática y daría lugar a una práctica decisionista irracional en la que las decisiones serían puros actos de la voluntad, o bien a una práctica tecnocrática en la que las decisiones dejarían de ser políticas y estarían únicamente dirigidas por las coacciones de la lógica inmanente de las cosas mismas, resultando así también una práctica irracional y alienada.
5. Formación de la voluntad política transnacional en un mundo globalizado
Llegados a este punto sólo queda plantearnos las siguientes cuestiones: ¿cómo hacer posible el proceso de ilustración de la voluntad política necesario para la puesta en marcha de una praxis coherente con la conciencia pragmática en un mundo de la vida cada vez más globalizado y en el que la interdependencia de los mercados internacionales ha generado la deslocalización de la toma de decisiones más allá de los Estados nacionales?,¿cómo lograr institucionalizar un procedimiento de formación de la voluntad política transnacional que incentive a los agentes políticos a la formación de un gobierno global que asegure la obligación de las decisiones políticas? Pues, un orden económico mundial donde el mercado es reglamentado por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional necesita también de un Estado transnacional que pueda regular el tráfico internacional de los mercados ante consecuencias indeseables de tipo ecológico, económico y social, (como por ejemplo, la actual crisis económica internacional originada por el descontrol y la ausencia de regulación de los mercados financieros internacionales). En efecto, ante la presión exagerada que ejerce la globalización de la economía sobre el Estado nacional se impone, como afirma Habermas, “ la transferencia a instancias supranacionales de las funciones que los Estados sociales tienen en el marco nacional” para que estas instancias se hagan cargo de funciones normativas determinantes en las esferas de la economía, la seguridad social y la ecología. Sin embargo, aún no se ha articulado ningún proyecto político que sea capaz de dar respuestas a los problemas derivados de la globalización económica, pese a las buenas intenciones expresadas por los líderes de la cumbre del G-20 reunidos en Londres el 2 de abril de 2009, los cuales son conscientes de la necesidad de establecer una regulación mundial de los mercados a través de instituciones globales con poder de decisión que den lugar a un capitalismo prudente e igualitario. El punto 3 del documento de la cumbre es taxativo: ”Partimos de la creencia de que la prosperidad es indivisible; de que el crecimiento, para que sea constante, tiene que ser compartido; y de que nuestro plan global para la recuperación debe centrarse en las necesidades y los puestos de trabajo de las familias que trabajan con ahínco, no sólo en los países desarrollados, sino también en los mercados incipientes y en los países más pobres del mundo; y debe reflejar los intereses no sólo de la población actual, sino también de las generaciones futuras. Creemos que el único cimiento sólido para una globalización sostenible y una prosperidad creciente para todos es una economía mundial abierta basada en los principios de mercado, en una regulación eficaz y en instituciones globales fuertes”. La intervención del presidente de EE.UU. Barack Obama en la pasada cumbre del G-20 puede dar lugar, si el programa no se queda sólo en la expresión de buenas intenciones, a un acto de refundación del sistema capitalista sobre criterios de mayor control por parte de las instancias gubernamentales y de mayor justicia distributiva. Las nuevas tendencias, por tanto, parece que tiran por tierra las políticas neoliberales dando lugar a un proceso de reconstrucción del capitalismo con valores bastante diferentes a los de la ciega fe en un mercado libre de restricciones.
Ahora bien, este proyecto político transnacional, necesario para la regulación del sistema capitalista con el fin de evitar las disfunciones indeseables a las que pudiera dar lugar una economía globalizada, debería legitimarse desde los intereses reales de los Estados y de su ciudadanía, y llevarse a cabo por fuerzas políticas independientes a través de la institucionalización de un procedimiento de formación de la voluntad política transnacional que medie la formación de un gobierno global según sus preferencias y sus puntos de vista. Sin embargo, las dificultades son evidentes: debido a la existencia de una interdependencia asimétrica entre los países desarrollados, en vías de desarrollo y subdesarrollados, la sociedad global se presenta estratificada, con intereses dispares y contradicciones irreconciliables, resultantes de las desigualdades generadas por el propio sistema capitalista internacional. Por tanto, ahora la necesidad de un gobierno global es más perentoria que nunca para dar solución a los nuevos problemas y corregir las anomalías del sistema global. Ahora bien , el gobierno global sólo es posible desde la cooperación de una comunidad de Estados cosmopolita. Y esta comunidad sólo es posible si se produce un cambio en la conciencia de la ciudadanía. En efecto, sólo bajo la presión de un cambio en la conciencia de los ciudadanos por una conciencia solidaria en la política interior, podrán los políticos tomar conciencia de entenderse a sí mismos como miembros de una comunidad global que sólo tiene una alternativa: la cooperación con los otros miembros de la comunidad internacional y el establecimiento de un marco de consenso donde los diferentes intereses queden conciliados. Por esta razón, como afirma Habermas, “los primeros destinatarios de este proyecto no pueden ser los gobiernos, sino los movimientos sociales y las organizaciones no gubernamentales, es decir, los miembros activos de una sociedad civil que transciende las fronteras nacionales”. Por último, debemos reconocer que la institucionalización de los procedimientos para conciliar intereses, su universalización y la construcción de intereses comunes debería llevarse a cabo, no bajo la forma de un Estado universal (pues nadie desea esto), sino contando con la propia independencia de los Estados nacionales, con su voluntad y cohesión, para que la globalización de los mercados pueda ser reglamentada por las instancias políticas en un marco de solidaridad civil universal.
Lecturas recomendadas:
Max Weber: - Economía y Sociedad.
Herbert Marcuse: - El hombre unidimensional.
Jürgen Habermas: - Ciencia y Técnica como ”ideología”.
- Problemas de legitimación en el capitalismo tardío.
- Más allá del Estado nacional.
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