miércoles, 28 de octubre de 2009

PRAGMATISMO Y DEMOCRACIA EN EL CAPITALISMO AVANZADO

Las pretensiones de este texto se limitan al esbozo de una breve panorámica del pensamiento sociológico que Jürgen Habermas desarrolló en la década de los años sesenta; pensamiento que, hoy por hoy , no ha perdido vigor, sino que, por el contrario, tal vez con las nuevas circunstancias globalizadoras, se haya intensificado. Sea como fuere, sigue gozando de plena actualidad en el nuevo milenio que acaba de iniciarse. Así pues, tomando prestado de Max Weber el concepto de racionalidad, Habermas retoma la crítica que Herbert Marcuse hace de la sociedad capitalista y reformula dicho concepto desde una nueva perspectiva en la que las categorías de trabajo e interacción adquieren una relevancia decisiva. Empezaremos, pues, nuestra tarea, exponiendo brevemente el proceso de racionalización de la sociedad en el mundo capitalista y cómo ha sido posible el proceso de legitimación del dominio en el capitalismo avanzado o, como prefiere decir Habermas, capitalismo de organización; para pasar, después, a analizar las consecuencias sociales derivadas del progreso tecno-científico en relación con el sistema político, así como la necesidad urgente de un nuevo proceso de racionalización de la sociedad basado en una conciencia pragmática y democrática que sea capaz de incentivar el resurgimiento de un nuevo proceso de politización de las masas y la formación de una voluntad política transnacional que sea competente para dirigir y regular el sistema económico capitalista por los senderos del mundo social de la vida en un mundo en el que las relaciones sociales se han globalizado.

1. El proceso de racionalización de la sociedad en el mundo capitalista

Siguiendo la tradición iniciada por Max Weber, nos vamos a centrar en el concepto de racionalización con el objetivo de dilucidar en torno a la actividad económica capitalista con todo el conjunto de relaciones sociales que dicha actividad conlleva. El concepto de racionalidad consiste en la aplicación de los, denominados por Habermas, criterios de acción instrumental o acción racional con respecto a fines que afectarían a la planificación de los medios utilizados por un sistema social moderno, no sólo en la organización del proceso productivo de sus sociedades cuyos fines responderían a una incesante ampliación de las fuerzas productivas originadas por la masiva cientifización y tecnificación de la producción que ha surgido en el siglo XX, sino que, también afectaría al resto de los ámbitos de la vida social en su conjunto. Esta progresiva “racionalización” depende, en primera instancia, de la institucionalización del progreso tecno-científico, que ha hecho posible la transformación de las viejas instituciones del capitalismo temprano del siglo XIX y, en última instancia, del total socavamiento de los residuos, que aún pudieran colear, de las antiguas legitimaciones pre-capitalistas. Si bien, este proceso de racionalización implica la existencia de unas condiciones de dominio, tal como señalaba Herbert Marcuse en los años sesenta, este dominio, en las actuales condiciones de progreso, ha perdido en la conciencia colectiva el carácter explotador y opresor que le era inherente en las sociedades del capitalismo temprano, propias del siglo XIX y primera mitad del XX. Este dominio se torna “racional” en las sociedades capitalistas avanzadas tratando de mantener un sistema que se convierte en fundamento de su propia legitimación a través del incremento de las fuerzas productivas aportadas por el progreso científico-técnico. Esta intensificación de fuerzas, institucionalizada por el progreso, ha creado un inmenso aparato de producción y distribución que hoy proporciona a la ciudadanía, en general, una vida más confortable y un mayor grado de bienestar. En consecuencia, se origina un cercenamiento en las instancias críticas dirigidas hacia las relaciones de producción, pues el capitalismo avanzado presenta estas relaciones como relaciones racionalizadas bajo un criterio apologético en el que éstas se justifican desde un marco institucional que se presenta a la ciudadanía como un elemento funcionalmente imprescindible, no sólo para la supervivencia de los individuos en un determinado momento, sino también para la pervivencia de las sociedades occidentales y el desarrollo de futuras sociedades emergentes. Por tanto, en la actual etapa del desarrollo tecno-científico las fuerzas productivas se han convertido en los puntales de la legitimación del sistema capitalista avanzado.
Jürgen Habermas, en la década de los sesenta, ya intentó reformular el concepto de racionalización de Max Weber en un marco de referencia distinto, adoptando como punto de partida la distinción entre trabajo e interacción. Por trabajo o acción racional con respecto a fines, entiende Habermas, una combinación de acción instrumental y acción racional. La acción instrumental se orienta por reglas técnicas que descansan sobre el saber empírico, sujeto a pronósticos sobre sucesos observables que pueden ser verdaderos o falsos. La acción racional, sin embargo, se orienta por estrategias que descansan en un saber analítico, sujeto a deducciones de reglas de preferencias (reglas traducidas en sistemas de valores) y máximas generales, que pueden estar bien deducidas o mal deducidas. La acción racional con respecto a fines, por tanto, va a utilizar reglas técnicas aportadas por el conocimiento empírico (acción instrumental) y timoneadas por un proceso de análisis deductivo (acción racional) para realizar fines definidos bajo condiciones dadas. Pero, en el desarrollo de este proceso, mientras la acción instrumental organiza medios ( adecuados o inadecuados, según criterios de un control eficiente de la realidad), la acción racional o estratégica solamente va a depender de la valoración correcta de las alternativas de comportamiento posible en función de un sistema de valores dado.
Por interacción o acción comunicativa, entiende Habermas, una interacción lingüística simbólicamente mediada, que se orienta por normas intersubjetivamente aceptadas por una comunidad. Mientras que la validez del trabajo o acción racional con respecto a fines depende de la validez de enunciados empíricamente verdaderos o analíticamente correctos, la validez de la interacción o acción comunicativa depende de la intersubjetividad de un acuerdo sobre intenciones que los agentes implicados establecen y sólo viene asegurada por el reconocimiento general de las obligaciones establecidas por la comunidad. He aquí, la diferencia entre las reglas técnicas y las normas sociales. En base a estos dos tipos de acción, Habermas distingue a los sistemas sociales según predomine en ellos la acción racional con respecto a fines o, por el contrario, la interacción. El marco institucional de una sociedad se compone de normas que dirigen las interacciones lingüísticamente mediadas, pero existen subsistemas ( tales como el sistema económico, el sistema político, el sistema de organización estatal, etc) en los que se ha institucionalizado la acción racional con respecto a fines. En el lado opuesto (la familia, la educación, las amistades, el parentesco, algunas organizaciones sociales no racionalizadas, etc.) predominan las reglas morales de interacción. Habermas va a distinguir entre el marco institucional de una sociedad de los subsistemas de acción racional con respecto a fines, y en la medida en que las acciones vienen determinadas por ambas partes, éstas se van a entrelazar unas con otras para determinar la acción política y social.

2. La legitimación del dominio en el capitalismo avanzado

Las sociedades modernas actuales están asentadas sobre la base de la división del trabajo social que hace posible la obtención de un excedente en el sistema productivo que se encuentra por encima de la satisfacción de las necesidades inmediatas y elementales, y deben su existencia a un incremento del bienestar general de la sociedad que, a su vez, hace sombra al problema de la distribución desigual, y sin embargo, legítima (según los criterios de la razón instrumental) de la riqueza y del trabajo. Con la introducción del sistema de producción capitalista, que asegura un crecimiento de la producción a largo plazo, queda institucionalizada la introducción de nuevas tecnologías y nuevas estrategias, es decir, queda institucionalizada la innovación en cuanto tal. El capitalismo, en sus inicios, dio lugar a la actividad industrial con la explotación del carbón como fuente energía y la masiva utilización de la máquina de vapor. Estos elementos, junto al capital y la fuerza de trabajo, originaron un acelerado crecimiento económico autorregulado. Después, en el nuevo estadio del capitalismo avanzado, con la explotación de nuevas fuentes de energía y la utilización de máquinas eléctricas y modernos sistemas autorregulados de control electrónico, la actividad industrial fue innovándose empujada por la incesante presión ejercida por la revalorización del capital, dando lugar a una masiva producción de bienes de uso estandarizados que dotaban al sistema de grandes excedentes que, a su vez, eran invertidos en la modernización e innovación de los medios de producción y en la introducción de renovadas materias primas para generar nuevos excedentes. De esta manera, con el fortalecimiento y el incremento de las fuerzas productivas, el sistema capitalista fue sembrando la nueva semilla legitimadora del dominio, en base a las repercusiones que el excedente de la producción ejercía paso a paso sobre la vida social. Con la institución del mercado se fueron estableciendo relaciones de intercambio (mercancías, fuerza de trabajo, etc.) con las que se abría un nuevo horizonte donde, a priori, era plausible la justicia de la equivalencia en las relaciones de intercambio. Este principio de reciprocidad es ahora principio de organización del proceso de producción y reproducción social. De ahí, que el dominio político pueda ser, en el nuevo estadio del capitalismo, legitimado desde abajo según la propia estructura del trabajo social y no desde arriba, invocando a la tradición cultural como ocurría en las sociedades tradicionales pre-capitalistas. En el nuevo orden productivo, la legitimación del marco institucional queda ligada de forma inmediata con el sistema del trabajo social. La nueva fuente de legitimación descansa, ahora, en la racionalidad del mercado y en la ideología del justo intercambio.
Otros factores decisivos en el proceso de legitimación del dominio han sido: por un lado, la progresiva intervención de los Estados que fue surgiendo a finales del siglo XIX y fue consolidándose en el XX, cumpliendo funciones reguladoras tendentes a garantizar la estabilidad del sistema y a destruir el marco institucional y subsistemas de acción racional con respecto a fines característicos del liberalismo burgués que imperó durante el período del capitalismo temprano; y por otro lado, el papel desempeñado por la ciencia y la investigación técnica como primera fuerza productiva. Como bien apunta Marcuse, la ciencia y la técnica ahora, en el nuevo marco institucional del capitalismo tardío, cumplen funciones de legitimación del dominio.
La regulación de los procesos económicos introducida por la acción intervencionista de los Estados con el fin de evitar las contradicciones en las que el sistema capitalista estaba incurriendo, basadas en las teorías del intercambio justo y la revalorización del capital en términos de economía privada, no podían ser llevadas a la práctica de otra manera más que con políticas sociales y económicas que lograran estabilizar los ciclos económicos. Por tanto, el marco institucional no tuvo más remedio, como afirma Habermas, que repolitizarse para seguir manteniendo sus condiciones de existencia. Con esta nueva situación, al dejar el sistema de ser autónomo, ya no se daban las condiciones que dieron origen a la crítica de Marx, pues en el nuevo estadio del capitalismo la política se ha emancipado de la base económica que había caracterizado al sistema capitalista liberal. Ahora, con la intervención reguladora del Estado la política recobra su legítimo estatus de estructura dirigente de la base económica de la sociedad.

3. Las consecuencias sociales del progreso tecno-científico: despolitización y tecnocracia

En el nuevo marco institucional, la ideología del libre cambio va a quedar reemplazada por un programa sustitutorio que se centra en las consecuencias sociales, no de la institución del mercado, sino de una actividad estatal que compensa las disfunciones producidas por el libre intercambio: garantía de un mínimo de bienestar, estabilidad en el trabajo, estabilidad de los salarios, seguridad social, promoción personal, etc. Este programa permite conseguir el asentimiento de las masas y la legitimación del dominio en el nuevo marco institucional. En este nuevo modelo de capitalismo intervenido, el objetivo de la política es la prevención de las disfuncionalidades y la evitación de riesgos que pudieran amenazar al sistema, es decir, la nueva política se va a orientar hacia la resolución de cuestiones técnicas resolubles administrativamente, más bien que a la realización de fines prácticos, tal como se orientaba la vieja política liberal. Ahora, la solución de las tareas técnicas ya no está referida a la discusión pública, ya que su eficiencia no descansa en los resultados de un debate público, sino en la puesta en común del conocimiento de los expertos. En este sentido, la nueva política del intervencionismo estatal exige una despolitización de la masa de la población. Y en la medida en que quedan excluidas las cuestiones prácticas, queda también sin funciones la opinión pública política. Ahora bien, el programa sustitutorio legitimador del dominio deja sin cubrir una nueva y decisiva necesidad de legitimación: ¿cómo hacer plausible a las masas su despolitización?. Marcuse respondería: sólo si la ciencia y la técnica adoptan el papel de una nueva ideología.
En este nuevo marco institucional en el que el progreso tecno-científico se ha convertido en la principal fuerza productiva, los intereses sociales ahora son los que determinan la dirección de dicho progreso , respondiendo, en última instancia, al interés último por el mantenimiento del sistema. En el nuevo estadio, es el sistema de distribución de las compensaciones sociales el que asegura el asentimiento de la población, permaneciendo éstas como tales sustraídas a la discusión pública. Como variable independiente de este proceso pretende surgir un progreso cuasi-autónomo determinado por la tecno-ciencia del que, en última instancia, depende el progreso económico. El resultado es una tendencia evolutiva del sistema social determinada por la lógica del progreso tecno-científico donde la fuente de legitimidad procedería de las coacciones materiales concretas a las que ha de ajustarse una política orientada a satisfacer necesidades funcionales. Sólo así se puede explicar cómo las sociedades modernas han perdido la función de una formación democrática de la voluntad política en relación con las cuestiones prácticas, siendo sustituidas por decisiones plebiscitarias de los equipos alternativos de administradores. En este sentido, la tesis de la tecnocracia ha podido penetrar como ideología de fondo en la conciencia de la masa despolitizada de la población, desarrollando su fuerza legitimatoria. El rendimiento de esta ideología, como muy bien apunta Habermas, reside en “disociar la autocomprensión de la sociedad del sistema de referencia de la acción comunicativa y sustituirla por un modelo científico”. La autocomprensión de un mundo social de la vida quedaría sustituida por la autocosificación de la ciudadanía bajo la acción racional con respecto a fines o acción instrumental.
El modelo tecnocrático responde a una reconstrucción planificada de la sociedad, tomada de los sistemas autorregulados de control y dirigida por la acción racional con respecto a fines que absorbe poco a poco a la acción comunicativa en cuanto tal y que impone la lógica inmanente de la evolución técnica a una sociedad en la que el hombre desempeña las funciones de un ser objetivado por el trabajo. La tecnocracia como última etapa de la evolución técnica (irreal en la actualidad, pero cuya tendencia evolutiva se va perfilando en algunas sociedades avanzadas) representaría una distopía a la que tendería una ideología dirigida a la resolución de tareas técnicas y que pondría entre paréntesis las cuestiones prácticas. Las sociedades industriales avanzadas se ven cada día más amedrentadas por las coacciones manipulativas de una administración técnico-operativa que ha erosionado la acción comunicativa frente a la acción racional con respecto a fines, y que se aproximan a un tipo de control del comportamiento dirigido más bien por estímulos externos que por normas. Con este modelo, la diferenciación entre la acción instrumental y la acción comunicativa desaparece, incluso en la conciencia de los hombres. Así, la conciencia tecnocrática despliega su poder con el encubrimiento que produce de esa diferencia.
Como consecuencia de estas tendencias evolutivas, la sociedad capitalista ha cambiado de tal forma, que ya no son aplicables las teorías marxistas de la lucha de clases y de las ideologías. El capitalismo regulado por el Estado, que surge como reacción a las amenazas que representaba para el sistema el antagonismo abierto de las clases, acalla ese conflicto de clases. El capitalismo avanzado está fuertemente determinado por una política de compensaciones que asegura la lealtad de las masas, pasando con ello el conflicto de clases a un estado de latencia. En consecuencia, la conciencia tecnocrática, menos ideológica que las ideologías precedentes, trata de imponerse convirtiendo en fetiche a la ciencia, y resultando ser más irresistible que las ideologías de viejo cuño, ya que con la eliminación de las cuestiones prácticas no solamente justifica el interés parcial de dominio de una determinada clase sobre otra, sino que afecta al interés emancipatorio como tal de la especie humana. La conciencia tecnocrática está basada en una ideología real que se distingue en dos aspectos de las viejas ideologías. Por un lado, la relación de capital, al ir asociada a una forma política de distribución que garantiza la lealtad y al no ser ya fundamento de opresión, se ha instalado como una propiedad del sistema. Ahora, la conciencia tecnocrática se distingue de las antiguas ideologías en que los criterios de justificación los disocia de la organización de convivencia, despolitizando con ello las interacciones y vinculándolos a las funciones del sistema de acción racional con respecto a fines que se supone en cada caso. El núcleo ideológico de esta conciencia es la eliminación de las cuestiones prácticas y su sustitución por la acción instrumental de resolución de problemas en base a los sistemas autonomizados de la acción racional con respecto a fines. La conciencia tecnocrática sustituye el antiguo interés práctico, propio de los modelos pragmáticos precedentes, por la ampliación de nuestro poder de disposición técnica. Por tanto, el desarrollo de las fuerzas productivas (ciencia y técnica) han sido desde el principio el motor de la evolución social, pero en contra de lo que Marx supuso, no siempre representan un potencial de liberación ni provocan movimientos emancipatorios, pues a partir de la dialéctica de la Ilustración la ciencia y la técnica se han convertido ellas mismas en ideologías.
Los cambios producidos en el marco institucional derivados de las nuevas tecnologías, según Marx y Habermas ,(producción, intercambio, defensa, etc.) no son el resultado de una acción planificada, racional con respecto a fines y controlada por el éxito, sino producto de una adaptación pasiva y una evolución espontánea. El propósito de la crítica de Marx era transformar la adaptación pasiva del marco institucional tradicional a las nuevas relaciones de producción del sistema capitalista temprano y poner bajo control el cambio estructural de la sociedad misma. Con ello quedaría superada la tradicional situación de toda la historia transcurrida y quedaría asimismo consumada la autoconstitución de la especie. Sin embargo, esta idea era equívoca, Marx consideró la idea de hacer la historia con voluntad y conciencia dirigiendo los procesos de evolución social, hasta entonces incontrolados, por los caminos de un mundo social de la vida. Pero, sus descendientes ideológicos lo han interpretado no como una tarea práctica, sino como una tarea técnica, intentando poner bajo control a la sociedad de la misma manera que a la naturaleza según el modelo de los sistemas autorregulados de la acción racional con respecto a fines y del comportamiento adaptativo. Y esta intención, por cierto, ha sido compartida, tanto por los tecnócratas de la planificación capitalista como por los tecnócratas de la planificación del socialismo real.

4. Hacia un nuevo proceso de racionalización de la sociedad: pragmatismo y democracia

La línea evolutiva que se perfila con la conciencia tecnocrática apunta hacia una utopía negativa donde el dominio se impone a través de la ciencia y la técnica como ideología. Si bien, en el nivel de los subsistemas de acción racional con respecto a fines, el progreso tecno-científico ha obligado a una racionalización de las instituciones y de determinados ámbitos sociales, el despliegue de las fuerzas productivas sólo podría convertirse en un potencial de liberación si no interviniera en el marco institucional. La racionalización del marco institucional sólo puede realizarse, para evitar la distopía tecnocrática, en el medio de la interacción a través de la acción comunicativa, libre de restricciones e interferencias espúreas. La discusión pública, sin restricciones y sin coacciones, sobre la deseabilidad de los principios orientadores de la acción a la luz de las condiciones del progreso de los subsistemas de acción racional con respecto a fines, es decir, una comunicación de la formación de la voluntad colectiva es el único medio de racionalización verdaderamente humano, pues dotaría a los miembros de la sociedad de oportunidades de una mayor emancipación y de una progresiva individuación. Sólo eligiendo, sin represión, aquello que podemos querer para llevar una existencia en paz y con sentido, nos permitirá un potencial de emancipación superior al que pudiera proporcionar un potencial tecnológicamente avanzado.
¿Cómo podría la capacidad de disposición técnica ser restituida a la esfera del consenso de los ciudadanos que interactúan y discuten entre sí? Marx critica la composición de la producción capitalista en forma de un poder que se ha autonomizado frente a la libertad productora, y la manera de establecer un mundo social de la vida emancipado pasaría por una planificación racional del proceso de producción de bienes de uso. Dicho control sería ejercido democráticamente entre los individuos asociados a través de una burocracia planificadora. Sin embargo, hoy sabemos que esto no es una condición suficiente, ni siquiera necesaria, para el desarrollo de las fuerzas productivas materiales puestas en común, en el goce y libertad de una sociedad emancipada. Pues Marx no contó con las discrepancias que pueden surgir entre el control científico sobre las condiciones materiales de la vida y una formación democrática de la voluntad colectiva. Incluso en un hipotético estadio comunista con un elevado desarrollo de las fuerzas productivas, tal y como erróneamente supone Marx, esto no sería garantía ni tendría por qué implicar necesariamente una emancipación de la sociedad.
Según el modelo tecnocrático, las normas y leyes políticas se verían sustituidas por coacciones dimanantes de las cosas mismas a las que el mismo hombre produce como ciencia y técnica. Sin embargo, esta tesis de la legalidad propia y autónoma del progreso técnico no es aceptable y sólo sirve para encubrir intereses que escapan a la reflexión. Las debilidades del modelo tecnocrático saltan a la vista. Por una parte, este modelo supone que existe una coacción inmanente del progreso técnico que, en realidad, es ficticia y cuya apariencia de autonomización se debe al carácter no reflexivo de los intereses sociales que siguen operando sobre él; y por otra parte, este modelo presupone un continuo de racionalidad en el tratamiento de las cuestiones prácticas y de las cuestiones técnicas, continuum que no puede existir. Sobre los sistemas de valores que guían las decisiones de las cuestiones prácticas en aras de la emancipación no pueden establecerse enunciados vinculantes procedentes de las investigaciones que amplían nuestro poder de disposición técnica. Las cuestiones prácticas no pueden responderse con tecnologías y estrategias. En realidad la aparente coacción de la lógica de las cosas sigue siendo política y sólo política.
Por tanto, ni puede aceptarse la suposición optimista de Marx de una convergencia de técnica y democracia, ni tampoco la afirmación pesimista de que la democracia es excluida por la técnica. La pregunta que Habermas formuló en la década de los sesenta sigue aún vigente “¿Cómo emprender, pues, la tentativa de poner bajo control las relaciones espontáneas entre el progreso técnico y el mundo social de la vida, en unas sociedades altamente industrializadas donde cada día irrumpen nuevas oleadas de potencial técnico en la práctica social cogiéndola desprevenida?” La respuesta se vislumbra en la necesidad, cada día más perentoria, de una mediación entre el progreso técnico y la práctica de la vida en las modernas sociedades industriales, pues la especie humana se ve desafiada por las consecuencias socioculturales no planificadas del progreso técnico mismo. Las graves consecuencias que pueden desprenderse del progresivo calentamiento global del planeta y del agotamiento de los recursos energéticos como consecuencia de un progreso tecnológico incontrolado son claros ejemplos de la actual disociación existente entre el potencial técnico y el mundo social de la vida. A este desafío de la técnica no podemos hacerle frente únicamente con la técnica. Es necesario poner en marcha una discusión políticamente eficaz que logre racionalmente vincular el potencial de saber y poder técnicos con nuestro saber y querer prácticos, y de esta manera los agentes políticos podrían juzgar en términos prácticos sobre la dirección en la que quieren desarrollar su saber técnico futuro. Esta dialéctica de poder y voluntad, que hoy se realiza de forma no reflexiva al servicio de intereses espúreos, tomada con conciencia política podría tomar las riendas de la mediación entre el progreso técnico y la práctica de la vida social. Sólo mediante una formación política de la voluntad colectiva, ligada a una discusión general, podría domeñar a la irracionalidad del dominio basado en el poder de disposición técnica libre de control.
La investigación tecnológica y estratégica puesta al servicio de la política y la toma de decisiones tira por tierra al modelo decisionista, que mantenía una separación estricta entre cuestiones de valor e interpretaciones de la vida por un lado y las coacciones impuestas por la lógica de las cosas mismas, por otro. En realidad se da una relación de interdependencia entre los valores que nacen de la trama de intereses, por un lado, y las técnicas que pueden ser utilizadas para la satisfacción de las necesidades interpretadas a la luz de esos valores, por otro lado, según el modelo pragmatista de Dewey. Así, en el modelo pragmático , la separación estricta entre las funciones del experto y las del político se ve sustituida por una interrelación crítica. Ni el especialista se ha convertido en soberano frente a unos políticos que estarían sometidos a las coacciones impuestas por la lógica de las cosas mismas y sólo tomarían decisiones ficticias, como supone el modelo tecnocrático; ni los políticos toman las decisiones prácticas por medio de puros actos de voluntad, como supone el modelo decisionista; sino que, más bien, parece posible y necesaria una comunicación recíproca entre los expertos y los políticos, de forma que por un lado los científicos asesoren a los políticos y, por otro, éstos hagan encargos a aquéllos para atender a las necesidades de la práctica. Entre estos modelos, sólo el modelo pragmatista está referido de forma necesaria a la democracia. El modelo decisionista sólo puede servir para la legitimación de los grupos de líderes, pues las decisiones serían puros actos de la voluntad sustraídos a la discusión pública como preconiza la sociología política de Schumpeter, según la cual el proceso de formación democrática de la voluntad colectiva se reduce a un proceso regulado de aclamación de las élites llamadas a alternar en el poder. Pero, en este modelo, si bien puede ser legitimado el dominio, éste no puede ser racionalizado como tal, quedando, por tanto, intacta su sustancia irracional. Por el contrario, es esa pretensión de racionalización integral la que presenta el modelo tecnocrático de la política cientifizada, pero con el inconveniente de que socava los cimientos de la democracia, pues la administración tecnocrática de la sociedad industrial convierte en superflua a la formación democrática de la voluntad colectiva.
Frente a estas disfunciones, el modelo pragmatista preconiza una traducción con éxito de las recomendaciones técnicas y estratégicas a la práctica que se ven remitidas a la esfera de la opinión pública política. Pues la comunicación entre especialistas y políticos, que determina la dirección del progreso técnico a partir de la autocomprensión de las necesidades prácticas, tiene efectivamente que conectar con los intereses sociales y las orientaciones de valores de un mundo social de la vida ya dado, a través de una comunicación democrática, libre de obstáculos, e institucionalizadas en la forma de discusiones públicas entre los ciudadanos , teniendo así en cuenta a la opinión pública. El proceso de cientifización de la política, con la integración del saber técnico en la autocomprensión hermenéutica de una situación dada, sólo sería eficiente cuando se ofrecieran las garantías de un proceso de ilustración de la voluntad política en el seno de una comunicación libre de dominio. Sin embargo, en la actualidad no se dan las condiciones empíricas para la aplicación del modelo pragmatista, pues la despolitización de la masa de la población y el desmoronamiento de la esfera de la opinión pública política son elementos integrantes de un sistema de dominio que tiende a eliminar de la discusión pública a las cuestiones prácticas. Con el ejercicio burocrático del poder se busca el asentimiento de una población, totalmente mediatizada por las coacciones impuestas por una información sesgada procedente de los mismos centros de poder. No obstante, incluso con un público politizado, el abastecimiento de informaciones científicas relevantes no sería asunto sencillo, pues existen instancias que obstaculizan este proceso (secreto militar, burocracia administrativa, electoralismo partidista, coacciones interesadas, etc.).
En resumen, una sociedad cientifizada sólo puede constituirse como sociedad emancipada mediante el modelo pragmático en la medida en que la ciencia y la técnica estuvieran mediadas democráticamente a través de la política del mundo social de la vida. Sin un proceso de ilustración de la voluntad política resulta inviable la toma de decisiones por la conciencia pragmática y daría lugar a una práctica decisionista irracional en la que las decisiones serían puros actos de la voluntad, o bien a una práctica tecnocrática en la que las decisiones dejarían de ser políticas y estarían únicamente dirigidas por las coacciones de la lógica inmanente de las cosas mismas, resultando así también una práctica irracional y alienada.

5. Formación de la voluntad política transnacional en un mundo globalizado

Llegados a este punto sólo queda plantearnos las siguientes cuestiones: ¿cómo hacer posible el proceso de ilustración de la voluntad política necesario para la puesta en marcha de una praxis coherente con la conciencia pragmática en un mundo de la vida cada vez más globalizado y en el que la interdependencia de los mercados internacionales ha generado la deslocalización de la toma de decisiones más allá de los Estados nacionales?,¿cómo lograr institucionalizar un procedimiento de formación de la voluntad política transnacional que incentive a los agentes políticos a la formación de un gobierno global que asegure la obligación de las decisiones políticas? Pues, un orden económico mundial donde el mercado es reglamentado por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional necesita también de un Estado transnacional que pueda regular el tráfico internacional de los mercados ante consecuencias indeseables de tipo ecológico, económico y social, (como por ejemplo, la actual crisis económica internacional originada por el descontrol y la ausencia de regulación de los mercados financieros internacionales). En efecto, ante la presión exagerada que ejerce la globalización de la economía sobre el Estado nacional se impone, como afirma Habermas, “ la transferencia a instancias supranacionales de las funciones que los Estados sociales tienen en el marco nacional” para que estas instancias se hagan cargo de funciones normativas determinantes en las esferas de la economía, la seguridad social y la ecología. Sin embargo, aún no se ha articulado ningún proyecto político que sea capaz de dar respuestas a los problemas derivados de la globalización económica, pese a las buenas intenciones expresadas por los líderes de la cumbre del G-20 reunidos en Londres el 2 de abril de 2009, los cuales son conscientes de la necesidad de establecer una regulación mundial de los mercados a través de instituciones globales con poder de decisión que den lugar a un capitalismo prudente e igualitario. El punto 3 del documento de la cumbre es taxativo: ”Partimos de la creencia de que la prosperidad es indivisible; de que el crecimiento, para que sea constante, tiene que ser compartido; y de que nuestro plan global para la recuperación debe centrarse en las necesidades y los puestos de trabajo de las familias que trabajan con ahínco, no sólo en los países desarrollados, sino también en los mercados incipientes y en los países más pobres del mundo; y debe reflejar los intereses no sólo de la población actual, sino también de las generaciones futuras. Creemos que el único cimiento sólido para una globalización sostenible y una prosperidad creciente para todos es una economía mundial abierta basada en los principios de mercado, en una regulación eficaz y en instituciones globales fuertes”. La intervención del presidente de EE.UU. Barack Obama en la pasada cumbre del G-20 puede dar lugar, si el programa no se queda sólo en la expresión de buenas intenciones, a un acto de refundación del sistema capitalista sobre criterios de mayor control por parte de las instancias gubernamentales y de mayor justicia distributiva. Las nuevas tendencias, por tanto, parece que tiran por tierra las políticas neoliberales dando lugar a un proceso de reconstrucción del capitalismo con valores bastante diferentes a los de la ciega fe en un mercado libre de restricciones.
Ahora bien, este proyecto político transnacional, necesario para la regulación del sistema capitalista con el fin de evitar las disfunciones indeseables a las que pudiera dar lugar una economía globalizada, debería legitimarse desde los intereses reales de los Estados y de su ciudadanía, y llevarse a cabo por fuerzas políticas independientes a través de la institucionalización de un procedimiento de formación de la voluntad política transnacional que medie la formación de un gobierno global según sus preferencias y sus puntos de vista. Sin embargo, las dificultades son evidentes: debido a la existencia de una interdependencia asimétrica entre los países desarrollados, en vías de desarrollo y subdesarrollados, la sociedad global se presenta estratificada, con intereses dispares y contradicciones irreconciliables, resultantes de las desigualdades generadas por el propio sistema capitalista internacional. Por tanto, ahora la necesidad de un gobierno global es más perentoria que nunca para dar solución a los nuevos problemas y corregir las anomalías del sistema global. Ahora bien , el gobierno global sólo es posible desde la cooperación de una comunidad de Estados cosmopolita. Y esta comunidad sólo es posible si se produce un cambio en la conciencia de la ciudadanía. En efecto, sólo bajo la presión de un cambio en la conciencia de los ciudadanos por una conciencia solidaria en la política interior, podrán los políticos tomar conciencia de entenderse a sí mismos como miembros de una comunidad global que sólo tiene una alternativa: la cooperación con los otros miembros de la comunidad internacional y el establecimiento de un marco de consenso donde los diferentes intereses queden conciliados. Por esta razón, como afirma Habermas, “los primeros destinatarios de este proyecto no pueden ser los gobiernos, sino los movimientos sociales y las organizaciones no gubernamentales, es decir, los miembros activos de una sociedad civil que transciende las fronteras nacionales”. Por último, debemos reconocer que la institucionalización de los procedimientos para conciliar intereses, su universalización y la construcción de intereses comunes debería llevarse a cabo, no bajo la forma de un Estado universal (pues nadie desea esto), sino contando con la propia independencia de los Estados nacionales, con su voluntad y cohesión, para que la globalización de los mercados pueda ser reglamentada por las instancias políticas en un marco de solidaridad civil universal.

Lecturas recomendadas:

Max Weber: - Economía y Sociedad.
Herbert Marcuse: - El hombre unidimensional.
Jürgen Habermas: - Ciencia y Técnica como ”ideología”.
- Problemas de legitimación en el capitalismo tardío.
- Más allá del Estado nacional
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REVOLUCIÓN DARWINIANA versus TEORIAS CREACIONISTAS

1. Teorías pre-darwinianas de la evolución.

La teoría que subyace al Origen de las Especies no fue solamente la culminación de un mero proceso inductivo a partir de los datos empíricos observados por Charles Darwin en el viaje del Beagle a las islas Galápagos; sin embargo, este viaje significaría el acontecimiento más importante de su vida y su efectiva conversión al evolucionismo. Darwin se sirvió de un gran cúmulo de influencias sobre las teorías precedentes de la evolución, a partir de las cuales, logró sintetizar un modelo único explicativo del origen de las especies. Los biólogos de la época moderna anteriores a Darwin dedicaron grandes esfuerzos en la realización de una clasificación que englobara a todas las criaturas orgánicas conocidas hasta entonces, bien a través del análisis de algunas características como, por ejemplo, la naturaleza de los órganos reproductivos, o bien, tratando de reunir las diversas variedades orgánicas en familias naturales en base a una supuesta continuidad inducida a partir del análisis de las características observadas en la inmensa multiplicidad de organismos vivos. De esta manera, se llegaron a establecer diferentes sistemas de clasificación como, por ejemplo, el propuesto por Andrea Cesalpino en el siglo XVI, y seguido posteriormente por Carl Linneo en el siglo XVIII, con el objetivo de sentar las bases para una ordenación de las plantas en diferentes familias. Estos sistemas tan sólo requerían el examen de uno o dos órganos de cada especie, las raíces y los frutos; un sistema que, en definitiva, resultaba atractivo no sólo por disponer de una justificación metafísica a partir de la idea de que las especies formaban una escala gradual de seres, sino también porque era un sistema simple y muy útil en la práctica.
No obstante, a pesar de estos esfuerzos, los biólogos de la época moderna no se ponían de acuerdo a la hora de establecer un sistema de clasificación que utilizase criterios taxonómicos eficaces con los que poder identificar a todas y cada una de las criaturas orgánicas que se iban descubriendo. En medio de esta controversia, utilizaban dos tipos diferentes de técnicas clasificatorias: las técnicas artificiales por un lado, y las técnicas naturales por otro. Ambas técnicas dieron lugar a los sistemas artificiales y a los sistemas naturales. Los sistemas artificiales trataban de clasificar las especies orgánicas en grupos discontinuos y bien acotados mediante el análisis de unas pocas e incluso una única característica, como el sistema propuesto por Cesalpino. Por otro lado, los sistemas naturales pretendían reunir las distintas especies orgánicas en familias naturales analizando tantas características como fuera posible con la finalidad de establecer algún tipo de afinidad dentro de cada una de ellas. Estos sistemas contaban con la ventaja de que podían reflejar, en mayor medida, las afinidades objetivas de las distintas especies, pero también, con el inconveniente de que exigía un análisis más complejo y exhaustivo de todos los órganos y caracteres posibles, lo que dio origen al surgimiento de otro problema decisivo, de orden jerárquico, que consistía en decidir cuáles eran las características esenciales y cuáles las subordinadas. Estas controversias entrañaban un cierto grado de arbitrariedad y suscitaban grandes dudas a la hora de decidir si el sistema era natural, o bien artificial, y a la postre traería consigo fuertes reacciones contrarias al establecimiento de un sistema clasificatorio. En este sentido, Georges Buffon, en el siglo XVIII, llegó a afirmar que todas las clasificaciones artificiales eran un error metafísico, pues opinaba que no había clases, ordenes, géneros ni especies discontinuas, ya que estas categorías eran puras creaciones de la mente humana completamente artificiales y, en consecuencia, en nada podían reflejar la realidad natural. Para Buffon, en la naturaleza no había más que organismos individuales con pequeñas y continuas gradaciones entre ellos, llegando a conjeturar que las actuales especies diferenciadas podrían haber descendido de un antepasado común. De esta manera, Buffon sustituyó la taxonomía sistemática por una imagen continua de las criaturas, retomando con ello la idea aristotélica de la gran cadena del Ser; visión de la naturaleza que ya había sido empleada por Leibniz en su sistema metafísico y que había suscitado un profundo arraigo en la conciencia intelectual de la época. La gran cadena del Ser, o escala gradual de la naturaleza, era una progresión jerárquica en la que se ordenaban de forma lineal todas las criaturas, desde la más simple hasta la más compleja, llegando a constituir una cadena continua, completa y perfecta, en la que no podía haber huecos sin producir merma en la perfección del Ser. Esta teoría evolucionista chocaba con el espíritu intelectual de la época, pues la mayoría de los biólogos, influidos por la tradición cristiana, pensaban que las especies, inexorablemente, tenían que haberse mantenido fijas y constantes desde la Creación. En este sentido, opinaban que cualquier cambio, si era degenerativo disminuía la perfección del mundo y si era regenerativo significaba que la Creación en su origen no había alcanzado la máxima perfección, propia de un plan divino ( el corolario final, en este caso, era la hipótesis de un Creador no omnipotente, incapaz de realizar una Obra perfecta, o bien la hipótesis de un Creador cuya voluntad entraba en contradicción con una supuesta bondad infinita); ambas ideas venían a socavar las verdades de las Sagradas Escrituras y no podían admitirse sin entrar en contradicción con la tradición cristiana. Cualquier tipo de evolución o cambio, inevitablemente, disminuiría la perfección del mundo dejando huecos o duplicando escalones en la gran cadena del Ser en la que no podía quedar excluida criatura alguna. La idea de Leibniz de que habitamos el mejor de los mundos posibles entrañaba asimismo que ninguna de las especies orgánicas podría haber degenerado o haberse extinguido sin mermar la belleza y perfección del plan divino. La teoría evolucionista de Buffon era contraria a las teorías modernas posteriores, pues no postulaba la idea de que el grado de complejidad y perfección de los organismos había ido en aumento con el paso del tiempo, sino que, por el contrario, suponía que el mayor grado de perfección se encontraba en el origen de la Creación y las especies habían ido degenerando posteriomente. Buffon la describió como una escala de degradación descendente, con el hombre, como forma más compleja y de más alto grado de perfección orgánica, en la cúspide; y las formas más simples y degeneradas en la base. Esta idea, ya postulada por Platón, fue aprovechada por Buffon y sustentada en la doctrina del pecado original y la caída del Hombre: la especie humana cargaría con la pesada carga de haber sido responsable de todas las imperfecciones de este mundo.
Algunos filósofos, como Voltaire, Jean Baptiste Robinet y Charles Bonnet intentaron armonizar las ideas de progreso y cambio con la idea de la gran cadena del Ser. Voltaire llegó a cuestionar la idea aristotélica de que las especies podían ordenarse en una escala lineal y estática; por el contrario, rescatando la idea de progreso de las teorías presocráticas de la evolución, llegó a concebir la gran cadena del Ser, no como una jerarquía estática de especies, sino como una escala de descendencia por la que las especies habrían evolucionado a lo largo del tiempo. En la misma trayectoria y en sintonía con Voltaire, Robinet sostenía, por su parte, que las especies orgánicas formaban una escala lineal de criaturas plena y completa, sin haber dejado ningún resquicio ni duplicado los peldaños, en base a una especie de energía interna autodiferenciadora que constituía el fuego espiritual inmanente, al igual que el alma humana. Robinet suponía, influenciado por la teoría de las semillas de Anaxágoras, que las características del ser humano estaban presentes en forma germinal a lo largo de toda la escala de criaturas, existiendo vida y alma en el trozo más informe de materia, incluso en los átomos fundamentales del universo. En consecuencia, la materia inorgánica podía engendrar seres vivos por generación espontánea, puesto que, a priori, estaba llena de vida. Bonnet desarrolló otra teoría de la evolución basada en la idea de la preformación, según la cual, las hembras de todas las especies contenían en su interior todas las generaciones futuras, siendo éstas fijas para siempre: todos los embriones futuros, según esta teoría, están preformados dentro de la madre. Esta idea podía, y de hecho lo hacía, explicar el renacimiento de las especies después de acaecer una catástrofe total, al estilo del diluvio universal, en la que los cuerpos de todas las criaturas vivas se destruían. En estas catástrofes, según Bonnet, los gérmenes de las generaciones futuras sobrevivían y resucitaban una vez que la catástrofe había finalizado, con la peculiaridad de que las nuevas especies se hallaban en un peldaño superior en la escala de los seres; es decir, habían ascendido un escalafón en la jerarquía de la gran cadena del Ser. Por tanto, mientras Robinet observaba la evolución como un ascenso continuo por la escala de las criaturas, Bonnet concebía el cambio orgánico como el efecto de una vasta mutación catastrófica. Ambas ideas, sin embargo, respondían a una concepción secularizada de una supuesta planificación divina.
A principios del siglo XIX, Jean Baptiste Lamarck, retomando la teoría de la evolución orgánica continua de Robinet, al principio se resistía a admitir que la gran escala del Ser fuese imperfecta. Se negaba a creer que hubiera habido extinciones de especies, pues ello hubiera dado lugar a huecos o eslabones perdidos en la gran cadena de las criaturas vivas de la tierra. No obstante, los biólogos de su época reconocían en sus observaciones que estos huecos aparecían entre algunas especies, pero Lamarck daba por supuesto que estas criaturas, en realidad, existían y correspondían a especies aún por descubrir. Posteriormente y en base a la observación de los hechos zoológicos conocidos en su época, llegó a reconocer que la escala de los seres no era del todo continua, aduciendo entonces su doctrina de la herencia de los caracteres adquiridos para explicar las anomalías producidas en la escala lineal por la influencia del medio. En este sentido, Lamarck estipulaba que los caracteres adquiridos por los organismos eran el efecto producido por causas ambientales de dos tipos. En primer lugar, en los organismos vivos suceden cambios que son inducidos por el medio ambiente y llegan a originar variaciones en los hábitos de los animales, provocando un mayor o menor uso de los órganos afectados, los cuales se transmiten por medio de la herencia genética a las nuevas generaciones y dan origen a cambios permanentes en la especie. De esta manera, podría explicarse cómo las jirafas habían desarrollado el cuello largo al intentar alcanzar las hojas de los árboles altos; y cómo los murciélagos habían desarrollado un sistema especial de orientación al perder la visión por su larga permanencia en ambientes de extrema oscuridad; o bien, cómo los topos habían perdido, al igual que los murciélagos, el uso de los ojos por habitar bajo tierra durante muchas generaciones. En segundo lugar, la acción directa del medio ambiente podía producir cambios o mutilaciones accidentales no hereditarias en algunas criaturas que, si bien no se transmitían genéticamente, sí podían incidir en las condiciones de existencia de los individuos afectados (por ejemplo no pudiendo emigrar en busca de habitats más idóneos), provocando, con ello, diferentes divergencias o cambios en las líneas evolutivas que, a la postre, llegarían a conformar un nuevo árbol genealógico.
La teoría de Lamarck rompía con el esquema de evolución degenerativa de sus predecesores, según el cual, en el origen, el hombre seguido de los animales superiores iniciaba una línea descendente de complejidad y desarrollo a lo largo de la gran escala del Ser. Lamarck, por el contrario, se propuso realizar una clasificación según pensaba que sería el orden real de la naturaleza, comenzando por los organismos más sencillos y avanzando hacia las criaturas superiores. El criterio que utilizó con fines clasificatorios fue la estructura del sistema nervioso, ya que, en función de esta estructura, se desarrollaban las facultades animales, siendo éstas más elevadas cuanto mayor era la complejidad observada, de tal manera que el hombre aparecía en el último eslabón de la cadena culminando el proceso evolutivo. Lamarck explicó la evolución de las especies a partir del calor y la electricidad, siendo éstas las fuerzas rectoras que habían conducido al desarrollo de todos los organismos: al principio, en los organismos más simples, el aporte del calor y la electricidad necesarios para mantenerse vivos y llevarlos a formas superiores de existencia procedía directamente del entorno, de modo que tales criaturas eran gobernadas por factores externos. Pero a medida que se ascendía en la cadena de las criaturas y los organismos se hacían más complejos, éstos llegaban a desarrollar su propia fuente de calor y electricidad, generando con ello su propia fuerza evolutiva de forma automantenida y autodeterminada hasta la aparición de los primeros seres humanos. En este sentido, el organismo generaba sus propias fuerzas rectoras cada vez en mayor grado hasta alcanzar su máxima expresión en la humanidad. En este último estadio evolutivo, si bien el medio determinaba hasta cierto punto las acciones humanas, el hombre era la única criatura que, alcanzando la libertad, poseía el dominio sobre su entorno por medio del intelecto.
Todas estas teorías formaban parte del acervo intelectual en el que se encontraba Darwin cuando hizo pública su teoría de la evolución en El origen de las especies . La idea fundamental que subyacía a estas teorías pre-darwinianas era la aceptación de un sencillo creacionismo de carácter teleológico cuya finalidad última era la aparición del hombre, pues las teorías de la herencia de los caracteres adquiridos y la adaptación de cada especie a su entorno servían de argumentos para probar la existencia de un Demiurgo sabio y benevolente en cuya obra creadora adquiría una decisiva centralidad la figura humana. Sin embargo, también existían voces radicales contrarias al creacionismo que estaban dispuestas a explotar las ideas materialistas de la evolución natural: si el transmutacionismo era la ley que timoneaba la evolución natural de las especies entonces los humanos no eran más que animales altamente evolucionados, idea que pretendía socavar la creencia en el alma humana y la consecuente obligación de mantener el orden social existente derivado de las verdades reveladas por Dios. El evolucionismo radical-materialista, apoyado en las teorías de Lamarck, defendía la tesis de que los primeros seres vivos habían aparecido por generación espontánea, es decir, mediante una transición natural de la materia inerte a la materia viva y también defendían la idea lamarckiana de un curso lineal y progresivo en el que las formas más complejas de vida habían surgido de las formas más simples a través de una escala o jerarquía de complejidad hasta la aparición de la raza humana. Para los pensadores conservadores del siglo XIX, las ideas del evolucionismo materialista socavaban las ideas morales del cristianismo y consideraban que eran transmisoras de un materialismo ético cuya finalidad consistía en perseguir la destrucción del orden moral establecido y los fundamentos en los cuales se sustentaba la sociedad victoriana de la época. En consecuencia, los pensadores conservadores llegaron a reaccionar contra el evolucionismo, sosteniendo la idea de que la transmutación de las especies no podía ser explicada como un proceso natural capaz de generar estructuras orgánicas complejas: defendieron la idea de un creacionismo reaccionario, soslayando las pruebas empíricas representadas por los restos de la memoria fósil. Los pensadores creacionistas sostenían la idea de que todas las especies eran el resultado de un acto original de creación divina; sin embargo, esta idea entraba en contradicción con los restos fósiles hallados, los cuales mostraban que debía de haber habido series enteras de poblaciones sustituyéndose unas a otras a medida que las anteriores se extinguían. En consecuencia, los pensadores creacionistas se veían obligados a admitir, si no querían negar la memoria fósil, que el Creador había tenido que actuar una y otra vez para repoblar la tierra tras la extinción de las criaturas primitivas; semejante idea, sin embargo, era muy difícil de sintonizar con las verdades reveladas por Dios en las Sagradas Escrituras, las cuales eran, en última instancia, en las que se apoyaban.
Otros pensadores, como Robert Chambers, compaginaron ambas teorías combinando un evolucionismo moderado con el creacionismo tradicional que tan arraigado estaba en los diferentes estratos sociales. Según Chambers, el curso progresivo de la evolución podía ser entendido como el desarrollo de un plan divino de creación continua: Dios, haciendo gala de su omnipotencia, había establecido las leyes del desarrollo sucesivo de las especies desde el surgimiento de las primeras formas de vida hasta la aparición del ser humano. Con estas ideas, Chambers modernizaba la vieja teología y presentaba al hombre, no como un acto directo de creación divina, sino como el resultado culminante de todo el desarrollo natural. De esta manera, podía aceptarse un evolucionismo moderado, desligado del evolucionismo radical-materialista, en el que la providencia aún desempeñaba un papel fundamental.

2. La revolución darwiniana.

Como hemos señalado en el apartado anterior, el paradigma del evolucionismo estaba representado por la idea de un Creador que había establecido las leyes que gobiernan la reproducción con el objetivo de mantener una sucesión lineal de estructuras orgánicas en orden ascendente de complejidad. La finalidad de la gran cadena del Ser sería la aparición del hombre en el último estadio evolutivo. Darwin, si bien al principio compartía las ideas teleológicas de sus predecesores, más tarde, dio un giro en su pensamiento al considerar que la lucha por la existencia en un ambiente perturbado podía producir azar o variación no dirigida, alterando, en consecuencia, el desarrollo evolutivo. Por tanto, el giro darwiniano entrañaba la sustitución del modelo lineal tradicional de la gran cadena del Ser por un modelo arborescente abierto a una multiplicidad de líneas evolutivas divergentes. En este nuevo modelo, las especies que son semejantes participan de un ancestro común, pero el proceso es irregular, azaroso e impredecible, ya que está sujeto a factores indefinidos en el medio ambiente que pueden provocar emigraciones y adaptaciones imprevisibles de las especies en el curso de su historia. En definitiva, la evolución adaptativa divergente no era teleológica sino producto del azar. Y los factores simultáneos que intervenían en su desarrollo, lejos de estar supervisados por la providencia, eran los siguientes: en primer lugar, la selección natural se encargaría de acrisolar a los individuos, seleccionando a aquéllos que mejor se adaptasen a las nuevas condiciones ambientales provocadas por las fuerzas geológicas; y , en segundo lugar, la lucha por la existencia, en un escenario donde los recursos son limitados e insuficientes para mantener a todos los individuos, ello debido a la tendencia de todas las especies a superreproducirse, exigiría un alto nivel de competencia por los recursos e impediría, a la vez, una situación estable de perfecta adaptación en la que no pudieran surgir posteriores modificaciones. Por tanto, la selección natural junto a la lucha por los recursos se convierten, en la teoría de Darwin, en las fuerzas motrices de un proceso evolutivo divergente, adaptativo, azaroso y continuo que sucede mediante la aplicación rígida de la ley natural en la que ya no hay cabida para la acción de una hipotética providencia divina que dirigiera su desarrollo.
En los años subsiguientes a la publicación de El origen de las especies una gran mayoría de biólogos y pensadores, entre los que destacan Joseph Dalton Hooker, Thomas Henry Huxley, Alfred Russel Wallace y Herbert Spencer, se convirtieron en grandes defensores de la teoría evolucionista de Darwin, dando lugar a un movimiento científico y cultural definido, más tarde, como la revolución darwiniana, y que tendría decisivas influencias en el desarrollo de los cambios sociales que se estaban produciendo en la Inglaterra de finales del siglo XIX. Las teorías de Darwin desempeñaron un papel catalizador en la vida intelectual victoriana que reflejaba el avance de la modernidad y el progreso social que la sociedad británica estaba experimentando. De hecho, el progreso social era entendido como un apéndice de la evolución natural cuyo desarrollo exigía la inexorable sustitución de las ya trasnochadas relaciones e instituciones sociales por otras más avanzadas: el progreso social como resultado de la ley natural era inevitable. En este sentido, la acción de la ley natural provocaba un proceso transformador tanto en la naturaleza como en la sociedad. Sin embargo, las implicaciones materialistas del evolucionismo unidas a la ideología liberal propiciaban el desarrollo de un capitalismo feroz y la aplicación de una política de “laissez faire” despiadada en la que los individuos no adaptados estaban condenados a desaparecer en nombre del progreso. Los ideólogos liberales estaban convencidos de que la evolución social entrañaba un progreso inevitable hacia una meta moral más alta, pues, según la teoría evolucionista de El origen del hombre, las más altas facultades de la humanidad se habrían originado como instintos desarrollados por la evolución para poder adaptarnos a la vida en grupos sociales. Según Darwin, los instintos morales habrían aparecido porque resultaban ser útiles para el desarrollo de la humanidad. Estas ideas hicieron mella en el pensamiento social de Spencer, cuya filosofía evolucionista entendía el progreso como una consecuencia automática de la lucha de los individuos por adaptarse a su medio ambiente social. En este acervo intelectual darwiniano, la lucha por la existencia era glorificada como el medio a través del cual los individuos más capacitados dirigían el curso del progreso. Fundamentado en el nuevo evolucionismo, el éxito era el criterio ensalzado para dirigir los derroteros de la evolución social en un mundo gobernado exclusivamente por la selección natural. Sin embargo, estas ideas se deslindaban de la filosofía de Darwin, ya que él nunca contempló en su teoría los fundamentos de una competencia ilimitada capaz de dirigir el curso de los procesos sociales. Como señala Peter J. Bowler : “ En el Origen del hombre Darwin observó que las naciones civilizadas habían burlado la capacidad de la selección natural para eliminar lo desadaptado mediante la institución de la asistencia pública, los cuidados médicos y otras formas de ayudar a los desamparados”. En realidad, los instintos sociales y morales habían sido establecidos por selección natural, pero no para promover la pura crueldad, sino para desarrollar la cooperación y la moralidad entre los hombres. Por tanto, lejos de compartir la idea del evolucionismo social de “laissez-faire” de Spencer a favor de un individualismo radical según el cual el sufrimiento de los desadaptados era una violencia necesaria destinada a eliminar los caracteres inadecuados en las generaciones futuras, Darwin contemplaba la idea de que el sufrimiento de los desadaptados era algo que debía ser evitado en base a los instintos morales con los que nos había dotado la evolución.


3. La reacción contra la teoría darwiniana de la evolución.

Paralelamente al inicio de la revolución darwiniana surgieron oponentes reaccionarios deseosos de resaltar los corolarios teológicos y morales que se desprendían de las nuevas teorías evolucionistas. La ausencia de participación de la providencia en el desarrollo de un proceso evolutivo azaroso e impredecible suponía un desafío a la creencia de que el desarrollo de la vida posee una estructura que revela un plan divino subyacente. Según los pensadores conservadores de la época victoriana, la defensa de una teoría de la evolución en la que la selección natural es el resultado de variaciones azarosas producidas por factores ambientales suponía caer en un materialismo puro enfrentado, de manera inevitable, a las creencias religiosas tradicionales.
Los defensores del evolucionismo teísta ponían el universo bajo control divino, considerando inaceptable la selección natural como medio de control, ya que de ella se desprendía la idea de que el sufrimiento era un perfil necesario del mundo: los desadaptados, inexorablemente, estaban condenados a perecer. Por tanto, la evolución no podía ser un proceso gobernado, de manera azarosa, únicamente por la ley natural. La fuerza activa de la evolución, según el evolucionismo teísta, debía conducir a las especies en una dirección predeterminada por Dios con la finalidad de crear al hombre. Así, llegaron a adoptar la teoría de la ortogénesis, según la cual, los cambios de la evolución no son respuestas adaptativas a los cambios del medio, sino cambios dirigidos de forma rígidamente predeterminada por la constitución genética de las especies: el viejo mecanismo de Lamarck de la herencia de los caracteres adquiridos volvía a entrar en escena como alternativa a la selección natural de Darwin. En sintonía con las ideas lamarckianas, Samuel Butler, por su parte, defendió la tesis de que la herencia de los caracteres adquiridos reconciliaba el evolucionismo con la teología natural. Las variaciones azarosas de la selección natural eran incompatibles con un proceso teleológico gobernado por el Creador cuya finalidad era la aparición del hombre. Pero, si los animales pueden controlar su propia evolución cambiando de hábitos para poder adaptarse a los cambios que le impone el medio, tal y como propone la teoría de la herencia de los caracteres adquiridos, entonces es posible contemplar la conducta finalista de las criaturas como la expresión inmanente de una Mente creadora que ha delegado su poder creador a través de la naturaleza.
Sin embargo, a pesar de estas controversias entre darwinistas y lamarckianos, nunca existió un conflicto directo entre la ciencia y la religión; el evolucionismo finalmente resultó ser permeable al pensamiento tanto de los liberales como de los conservadores los cuales modelaron las ideas evolucionistas según sus propios gustos e intereses.
Lecturas recomendadas:
Charles Darwin: - El origen de las especies.
- El origen del hombre.
Peter J. Bowler: - Charles Darwin. El hombre y su influencia.
Thomas L. Hankins: - Ciencia e Ilustración
Stephen F. Mason: - Historia de las ciencias.